Habiendo resuelto
escribir un libro sobre la vida, las costumbres y las principales gestas
del reino del señor que me ha alimentado, el muy excelente
rey Carlos, tan justamente famoso, lo he hecho con la mayor sobriedad
que he podido, ateniéndome siempre a no omitir nada de lo que ha
alcanzado mi conciencia y a no fatigar con la extensión de mi
relato el espíritu de aquellos a quienes repugna todo aquello que es
nuevo -si es de algún modo posible, verdaderamente, proponer, sin
disgustarlo, un libro nuevo a un público al que fastidian
también las obras de los mejores y doctos escritores.
Más de alguno de entre
ellos, lo sé, que ha consagrado su tiempo libre al culto de las letras
estimará que la época que vivimos no merece ser
considerada como indigna de todo recuerdo y ofrecida en masa al olvido;
más de uno también, celoso de pasar a la posteridad, se inquietará menos
por la calidad de sus escritos que por su deseo de
asegurar a las generaciones futuras, narrando las grandes gestas de sus
contemporáneos, la gloria de su propio nombre. No he creído por lo tanto
deber renunciar a esta obra, consciente de que yo
podía aportar más de verdad que otra persona, porque participé en los
acontecimientos que relato, he sido, como se dice, el testigo ocular y
porque, además, no puedo saber de una manera positiva como
sería el cuadro si fuese trazado por otro. He juzgado, en fin, que más
valía en mi exposición respetar en otros términos las cosas ya dichas
que dejar la vida ilustre del mejor y más grande rey de
esta época y sus hazañas, hoy casi inimitables, perderse en las
tinieblas del olvido.
A estos motivos para
componer mi libro se agrega otro -razonable, pienso, y que podría bastar
con él solo: el reconocimiento hacia el hombre que me
alimentó y a la amistad indefectible entablada tanto con él como con sus
hijos desde que comencé a vivir en su corte. La deuda que he contraído
así hacia él y hacia su memoria es tal que sería justo
que se me juzgase como un ingrato si, olvidando todos los bienes con los
que fui gratificado, mantuviera silencio acerca de los hechos gloriosos
e ilustres de aquel con quien tengo tantas
obligaciones y si soportara que su vida permaneciera, como si no hubiera
existido, ignorada y privada de las alabanzas que le son debidas.
Para contarla y
expresarla, haría falta algo mejor que mi pobre espíritu, débil casi
hasta la nulidad; haría falta la elocuencia de un Cicerón. Sin
embargo, de todos modos, he aquí este libro destinado a perpetuar la
memoria del célebre gran hombre. Fuera de sus grandes hechos, nada hay
allí que pueda impresionar al lector, sino tal vez la
audacia de un bárbaro que, apenas iniciado en la frase latina, ha creído
sin embargo poder escribir de forma decente o conveniente en esta
lengua y que ha llevado la impudicia hasta el desprecio de
aquel precepto de Cicerón, en el primer libro de sus Tusculanas, donde
hablando de los autores latinos, se expresa en estos términos: :
"Consignar por escrito sus pensamientos cuando se es incapaz de
ordenarlos, de darles valor y de procurar el menor agrado al lector es
el acto de un hombre que abusa sin medida de sus horas libres y de las
letras". Tal precepto del célebre orador habría podido
apartarme de escribir si no hubiese resuelto arriesgar mi reputación
sometiendo este ensayo al juicio del público, antes que narrar la
historia de un tan gran hombre a fin de arreglarla.
Ascendencia de Carlos.
La familia de los
merovingios, de la cual los francos acostumbraban a escoger sus reyes,
reinó hasta Childerico. Este, con el consentimiento del
pontífice romano, fue depuesto y encerrado en un monasterio después de
haberle cortado los cabellos. Pero si la familia terminó con él, desde
hacía mucho tiempo que había perdido el vigor y no se
distinguía más que por el título real. La fortuna y el poder público
estaban en manos de los jefes de su casa, que se llamaban mayordomos de
palacio y a quienes pertenecía el poder supremo; además
del título, el rey no tenía otra satisfacción que ocupar el trono, con
su larga cabellera y su barba colgante. Desde allí figuraba como
soberano, dando audiencias a los embajadores de los diversos
países y encargándoles a su regreso que transmitiesen en su nombre las
respuestas que se le había sugerido o dictado. Salvo este título real
que había llegado a serle inútil, y los precarios medios
de subsistencia que le concedía el mayordomo de palacio, no poseía sino
un dominio propio, de escaso provecho, con su casa y algunos reducidos
servidores a su disposición para proveerlo de lo
necesario.
En sus viajes empleaba
una carreta tirada por bueyes y dirigida rústicamente por un carretero.
Así acostumbraba ir a palacio, dirigirse a la Asamblea
Pública de su pueblo que se reunía anualmente para tratar asuntos del
reino, y regresar a su residencia. La administración y todas las
decisiones y medidas referentes a lo interno y externo del
reino, eran de exclusiva incumbencia del mayordomo de palacio.
Este cargo, en la época
de la deposición de Childerico, le pertenecía a Pipino, padre del rey
Carlos, en virtud de un derecho ya casi hereditario. En
efecto, antes que él, dicho cargo lo había desempeñado en forma
brillante otro Carlos, del cual era hijo, y que se había distinguido
derrotando a los tiranos cuyo poder intentaban imponer en toda
Francia, y obligando a los sarracenos -mediante dos grandes victorias:
una en Aquitania, en Poitiers; la otra cerca de Narbona- a renunciar a
la ocupación de las Galias y a replegarse a España. Y
éste lo había recibido de manos de su propio padre, también llamado
Pipino. Pues el pueblo se había acostumbrado a no confiarlo sino a
quienes se distinguían por el brillo de su nacimiento o la
extensión de sus riquezas.
La Dilatatio Regni.
Campaña contra los lombardos.
Ya su padre, ante las
súplicas del Papa Esteban, los había atacado, no sin antes haber
superado grandes dificultades; algunos de los jefes francos, a
quienes tenía costumbre de consultar, se habían opuesto a su proyecto en
tal forma que le habían manifestado abiertamente que desertarían y
regresarían a sus hogares. La expedición se había realizado
contra Astolfo y había terminado en forma rápida. Pero si las dos
guerras tuvieron una causa análoga, o, mejor dicho, la misma causa, ni
los esfuerzos desplegados ni los resultados fueron
comparables. Pipino, después de haber sitiado al rey Astolfo algunos
días en Tessin, le obligó a entregar rehenes, a restituir a los romanos
las plazas fuertes y los castillos que les había
arrebatado y a jurar no volver a tomar lo que habían entregado. En
cambio, Carlos, una vez que comenzó la guerra, no abandonó la patria
hasta haber obtenido la rendición de Desiderio.
Campaña contra los Sajones.
Ninguna fue tan larga,
más atroz, más penosa para el pueblo franco. Pues los sajones, como casi
todos los pueblos germánicos, eran de una naturaleza
feroz; practicaban el culto a los demonios, se mostraban enemigos de
nuestra religión y no consideraban deshonroso violar o transgredir las
leyes divinas o humanas. El trazado de las fronteras dejaba
cada día la paz a merced de un incidente; siendo llanas, excepto en
algunos puntos, donde bosques y montañas forman una separación neta, las
fronteras eran escenario constante de muertes, rapiñas e
incendios, respondiéndose recíprocamente...
Una vez declarada la
guerra, fue llevada por ambas partes con igual animosidad, aunque con
mayores pérdidas de los sajones, y mantuvo una duración de
treinta años consecutivos. No pudo terminar pronto por la perfidia de
los sajones.
No dejó de vengar su
perfidia e imponerles un justo castigo, marchando él mismo contra ellos o
enviando tropas dirigidas por sus condes. Habiendo
terminado por triunfar sobre los más intransigentes, reduciéndolos a su
merced, deportó con sus mujeres y sus hijos a dos mil que habitaban las
dos riberas del Elba, y los dispersó en pequeños grupos
por las Galias y Germania. Y se sabe que la guerra, después de tantos
años de lucha, no terminó sino cuando los sajones hubieron aceptado las
condiciones exigidas por el rey; abandono del culto a los
demonios y de las ceremonias nacionales, adopción de la fe y sacramentos
de la religión cristiana, fusión con el pueblo franco en un solo
pueblo.
Campaña de España.
Mientras se batía
asiduamente y casi sin interrupción contra los sajones, Carlos, después
de dejar en los sitios convenientes guarniciones a lo largo
de las fronteras, atacó España con todas las fuerzas de que disponía.
Franqueó los Pirineos, recibió la sumisión de todas las fortalezas y
castillos que encontró en su ruta y regresó sin que su
ejército hubiese sufrido pérdida alguna, salvo que sobre la cima misma
de los Pirineos, tuvo de regreso, ocasión de experimentar algo de la
perfidia vasca; como su ejército marchaba disperso en
largas filas, así lo exigía la estrechez del camino, los vascos
emboscados descendieron desde lo alto de las montañas y arrojaron a la
quebrada los convoyes que venían al final y las tropas que
cubrían la marcha de la retaguardia; después, entablada la lucha, los
masacraron hasta el último hombre, dieron cuenta de las vituallas y
finalmente se dispersaron con una rapidez extrema con la
noche que caía a su favor. Los vascos tenían a su favor en estas
circunstancias la ligereza de su armamento y la configuración del
terreno, mientras que los francos estaban embargados por la pesadez
de sus armas y su desventajosa posición. En este combate murieron el
senescal Eginhardo, el conde palatino Anselmo, y Rolando, duque de la
marca de Bretaña, y muchos otros. Esta derrota no pudo
vengarse en el campo porque los enemigos, dados al galope, se
dispersaron y tan bien que nadie pudo saber a qué rincón del mundo
habría sido preciso ir a buscarlos.
Estas son las guerras
que este poderosísimo rey realizó en las diversas partes del mundo, con
tanta prudencia como fortuna, en el curso de los
cuarenta y siete años de su reinado. Así, amplió casi al doble el reino
franco que se le había entregado grande y poderoso. Efectivamente, antes
de él, este reino -exceptuando el país de los alamanes
y de los bávaros que formaban una dependencia- sólo comprendía la parte
de las Galias situada entre el Rhin, el Loira, el Océano y el Mar
Baleárico, y la parte de Germania habitada por los llamados
francos orientales, entre Sajonia, el Danubio, el Rhin y el Saale que
separa el país de los turingios del de los sorabos. A continuación de
las guerras que recordamos, incorporó Aquitania, Gascuña,
toda la Cordillera de los Pirineos, y el país hasta el Ebro, que nace en
Navarra y, dividiendo la fertilísima planicie de España, va a morir al
Mar Baleárico bajo los muros de la ciudad de Tortosa.
Anexó toda Italia que desde Aosta hasta Calabria inferior, donde se
encuentra la frontera entre griegos y beneventinos, se extiende en una
longitud superior al millón de pasos. Añadió Sajonia que
forma parte de Germania, ocupando un espacio de igual largo que el
ocupado por los francos y el doble de ancho. Además incorporó las dos
Panonias, Dacia -sobre la otra orilla del Danubio-, Istria,
Liburnia, Dalmacia, exceptuando las ciudades marítimas que dejó al
emperador de Constantinopla en garantía de amistad y alianza. En fin,
venció y sometió a las tribus de todos los pueblos bárbaros y
fieros de Germania -entre el Rhin, el Vístula, el Océano y el Danubio-
cuyas lenguas se asemejan, diferenciándose bastante por sus costumbres y
modos de vida-. Entre los principales se pueden nombrar
a los quelatabos, los sorabos, los abodritas y los bohemios, contra los
cuales peleó, mientras los otros en mayor número se le rindieron.
Relaciones con los musulmanes.
Con el rey persa Aarón
(Harún-ar-Raschid), del que dependía casi todo el Oriente, excepto la
India, las relaciones fueron tan cordiales que éste
apreciaba su amistad más que la de todos los reyes y príncipes del resto
del mundo, y sólo con Carlos tuvo atenciones y munificencias. Lo
demostró cuando los embajadores de Carlos, después de
ofrendar sus presentes al Santo Sepulcro en el lugar de la Resurrección
del Señor, le fueron a saludar. No se contentó con acceder a sus
peticiones, sino que renunció en favor de Carlos al dominio
sobre los lugares santificados por los misterios de la Redención e hizo
acompañar a los enviados francos en su regreso por una embajada cargada
de considerables presentes; telas, aromas y otros
perfumes del Oriente, que vinieron a añadirse al que le había hecho
algunos años antes para responder a su deseo, al enviarle el único
elefante de que disponía por entonces.
Carlomagno en su vida privada.
Hablaré ahora
de sus cualidades morales, de su extraordinaria constancia en todas las
coyunturas felices o infelices y, de una manera general,
de todo lo que toca a su vida privada e íntima.
Cuando, después de la
muerte de su padre, gobernó el reino a medias con su hermano, soportó
con tal paciencia el odio y los celos de este último que
todos se sorprendieron de no verlo arrebatarse contra él.
Enseguida, por los
consejos de su madre, desposó a la hija del rey de los lombardos
Didiero. La repudió al cabo de un año, no se sabe por qué, y casó
con Hildegarda, una suaba de la alta nobleza. Tuvo tres hijos, Carlos,
Pipino y Luis, y otras tantas hijas, Rotruda, Berta y Gila. Tuvo además
otras tres hijas, Teodrada, Hiltruda y Rotaida, las dos
primeras de su esposa Fastrada, una germana de la raza de los francos
orientales, la tercera de una concubina cuyo nombre ahora se me escapa.
Habiendo muerto Fastrada, desposó a la alamana Liutgarda,
de la cual no tuvo hijos. Después de la muerte de ésta, tuvo cuatro
concubinas: Madelgarda, que le dio una hija llamada Rotilda; Gervinda,
una sajona, de la cual nació una hija llamada Adeltruda;
Reina, que le dio a Drogón y Hugo; y Adelinda, de la cual tuvo a Tierri.
Su madre, Bertrada,
envejeció cerca suyo rodeada de honores; pues él era a su consideración
tan pleno de respeto que jamás surgió entre ellos la menor
discordia, salvo cuando él se divorció de la hija del rey Didiero que
ella le había impulsado a tomar por mujer. Ella terminó por morir
después del deceso de Hildegarda, habiendo visto ya en la casa
de su hijo tres nietos y el mismo número de nietas. El la hizo inhumar
con gran pompa en la basílica de San Dionisio, donde reposa también su
padre.
No tenía más que una
hermana, llamada Gila, dedicada a la vida religiosa desde su juventud y a
la que rodeó de los mismos cuidados que su madre. Murió
ella pocos años antes que él en el monasterio donde su vida había
transcurrido.
Quiso que sus
hijos, los varones como las niñas, fuesen desde el comienzo iniciados en
las artes liberales, estudios a los cuales él mismo se
aplicaba; después a sus hijos, cuando les llegó la edad, hizo enseñar a
montar a caballo, siguiendo la costumbre franca, a manejar las armas y a
cazar; en cuanto a sus hijas, para evitarles embotarse
en la ociosidad, las hizo aprender el trabajo de la lana así como el
manejo de la rueca y el huso e hizo que se les enseñara todo lo que
permitía formar una mujer honesta.
De todos sus hijos, no
perdió más que dos hijos y una hija: Carlos, el primogénito; Pipino, que
había hecho rey de Italia; y a Rotruda, la más vieja
de sus hijas, que había sido prometida al emperador griego Constantino.
Pipino dejó un hijo -Bernardo- y cinco hijas -Adelaida, Atula, Gondrada,
Bertraida, Teodrada- a las cuales el rey testimonió su
afecto decidiendo que el hijo sucediera a su difunto padre y que las
hijas fueran educadas con las suyas propias. Soportó la muerte de sus
hijos y de su hija con menos resignación de la que se
hubiera esperado de su extraordinaria fortaleza de espíritu: su corazón
era tan bueno que no pudo contenerse y se deshizo en llanto.
Asimismo, cuando se le
anunció el deceso del pontífice romano Adriano, su amigo predilecto,
lloró como si hubiera perdido un hermano o un hijo
querido. Puesto que, en la amistad, era perfectamente equilibrado:
dándose fácilmente, con una fidelidad a toda prueba, prometiéndose a
aquellos con los que lo ligaba el afecto más
sagrado.
Tomó en la educación de
sus hijos tal cuidado que, cuando estaban con él, no cenaba nunca sin
ellos y que, sin ellos, nunca se ponía en marcha. Sus
hijos cabalgaban a su lado; sus hijas les seguían cerrando la marcha,
con algunos guardias encargados de velar por ellas.
Tuvo de una
concubina un hijo llamado Pipino, del cual todavía no he hablado,
agradable de figura, pero jorobado. Simulando una enfermedad,
mientras su padre, en lucha con los hunos, pasaba el invierno en
Baviera, complotó contra él con algunos francos de la nobleza, que lo
habían ganado para su causa prometiéndole la corona. Tales
maniobras habiendo sido descubiertas y habiendo sido los rebeldes
condenados, el rey lo autorizó a recibir la tonsura en el convento de
Prüm y, según el deseo que había expresado, a consagrarse a la
vida religiosa.
Anteriormente otro
peligroso complot había estallado contra el rey en Germania. Algunos de
los autores fueron castigados con la pérdida de la vista,
otros fueron liberados sin penas corporales, todos fueron enviados al
exilio; pero ninguno fue muerto, salvo tres de entre ellos que,
defendiéndose con las armas en la mano para evitar ser tomados
prisioneros, y habiendo asimismo ocasionado algunas víctimas, fueron
asesinados a falta de poder ser dominados de otra manera.
De esos complots, la
crueldad de la reina Fastrade fue, se cree, la causa inicial: si se
conspira, en los dos casos, contra el rey, es porque, por
satisfacer la crueldad de su esposa, él estaba, al parecer,
terriblemente alejado de su bondad natural y de su mansedumbre
acostumbrada. Con la cual, todo el resto de su vida, en su casa o fuera
de
ella, supo tan bien conciliarse la simpatía y el afecto de todos, que
nadie le hizo jamás el menor reproche de una injusta violencia.
Amaba a los
extranjeros y los acogía con grandes cuidados. Así su número fue tal
rápidamente que se puede decir, no sin razón, que llegaron a
constituir no sólo una pesada carga para el palacio, sino para el reino.
Pero tenía la suficiente grandeza de espíritu como para no mostrarse
afectado y para encontrar en la reputación de largueza y
en el buen renombre que esta actitud le valía una compensación frente a
todos sus pesares.
De una amplia y
robusta espalda, era de talla elevada, sin nada de excesivo por otra
parte, ya que medía siete pies de altura. Tenía la cima de
la cabeza redondeada, ojos grandes y vivaces, la nariz un poco más larga
que la media, de bellos cabellos blancos, de carácter alegre y
extrovertido. También daba, exteriormente, sentado como de pie,
una fuerte impresión de autoridad y de dignidad. Bien que su cuello era
craso y muy corto y su vientre muy salido, las armoniosas proporciones
de su cuerpo disimulaban tales defectos. Tenía el paso
firme, el porte viril. La voz era clara, sin convenir sin embargo
completamente a su físico. Dotado de una buena salud, no enfermó sino en
los cuatro últimos años de su vida, cuando fue presa de
frecuentes accesos de fiebre y terminó incluso cojeando. Pero no hacía
caso entonces sino a su cabeza, en lugar de escuchar las advertencias de
sus médicos, a los que había tomado aversión porque le
habían aconsejado renunciar a las carnes asadas a las cuales estaba
habituado, y a sustituirlas por viandas cocidas.
Se entregaba
asiduamente a la equitación y a la caza. Era un gusto que tenía de
nacimiento, porque no hay pueblo en el mundo que, en sus ejercicios,
pueda igualar a los francos. Le gustaban también las aguas termales y
frecuentemente se entregaba al placer de la natación, donde destacaba
hasta el punto de no ser sobrepasado por nadie. Fue eso lo
que lo llevó a construir un palacio en Aquisgrán y a residir allí en
forma permanente en los últimos años de su vida. Cuando se bañaba, la
compañía era numerosa: además de sus hijos, sus principales,
sus amigos, también algunas veces la multitud de sus guardias personales
eran invitados a compartir su esparcimiento y llegaba a haber en el
agua con él hasta cien personas o más.
Llevaba el
vestido nacional de los francos: sobre el cuerpo, una camisa y un
calzoncillo de lino; encima, una túnica bordada de seda y un
pantalón; unas cintillas alrededor de las piernas y los pies; un chaleco
de piel de nutria o de rata le protegía en invierno la espalda y el
pecho; se envolvía en un sayo azul y tenía siempre
colgando a un costado una espada cuya empuñadura y vaina eran de oro o
plata. Algunas veces ceñía una espada decorada con pedrerías, pero sólo
los días de grandes fiestas o cuando tenía que recibir a
embajadores extranjeros. Si embargo, desdeñaba los vestidos de otras
naciones, incluso los más bellos, y, cualquiera que fuesen las
circunstancias, se rehusaba a ponérselos. No hizo excepción sino en
Roma donde, una primera vez a petición del Papa Adriano y una segunda
vez a instancias de su sucesor León, vistió la larga túnica y la clámide
y calzó zapatos a la moda de los romanos. Los días de
fiesta llevaba un vestido tejido de oro, calzados decorados con
pedrerías, una fíbula de oro para abrochar su sayo, una diadema del
mismo metal y decorada también con pedrería; pero los demás días,
su vestimenta difería poco de las de los hombres del pueblo o del común.
Se mostraba
sobrio en el comer y el beber, sobre todo en el beber: ya que la
embriaguez, que proscribió tanto para él como para los suyos, le
causaba horror en quienquiera que fuese. En la comida, le era difícil
limitarse tanto, y se quejaba con frecuencia por serle incómodos los
ayunos.
Se regalaba con
banquetes muy raramente, y solamente en las grandes fiestas, y siempre
con gran compañía. Normalmente, la cena no se componía sino de
cuatro platos, fuera del asado que los monteros tenían costumbre de
poner en la asadera y que era su plato predilecto. Durante la comida,
escuchaba un poco de música o alguna lectura. Se le leía la
historia y los relatos de la Antigüedad. Le gustaba también hacerse leer
las obras de San Agustín y, en particular, aquella titulada La Ciudad
de Dios.
Era tan sobrio en el
vino y en toda clase de bebidas que bebía raramente más de tres veces
por comida. En verano, después de la comida del mediodía,
tomaba algunas frutas, se volcaba una vez más a beber, después,
desvistiéndose y descalzándose cuando ya era de noche, reposaba dos o
tres horas. En la noche su sueño era interrumpido cuatro o cinco
veces, y no sólo se despertaba, sino que se levantaba cada vez.
Una vez vestido,
recibía diversas personas fuera de sus amigos. Si el conde de palacio le
señalaba un proceso que reclamaba una decisión de su parte,
hacía rápidamente introducir a palacio a los litigantes y, como si
estuviera en un tribunal, escuchaba la exposición del asunto y
pronunciaba sentencia. Era también el momento cuando regulaba el
trabajo de cada servicio y daba sus órdenes.
Tenía una
elocuencia copiosa y exuberante, expresando con suma facilidad todo lo
que quería. No contento con su lengua, se afanó en aprender
extranjeras. Aprendió el latín tan bien que se expresaba
indiferentemente en esa lengua o en la lengua materna. No fue lo mismo
con el griego, que podía comprenderlo mejor que hablarlo. Más encima,
tenía una soltura de palabra que rayaba casi en el exceso.
Cultivaba con pasión
las artes liberales y, lleno de veneración hacia quienes las enseñaban,
los colmaba de honores. En el estudio de la gramática,
seguía las lecciones del diácono Pedro de Pisa, entonces en su vejez; en
las otras disciplinas, su maestro fue Alcuino, llamado Albinus, diácono
también, un sajón originario de Bretaña, el hombre más
sabio que existía entonces. Consagró mucho tiempo y esfuerzo en aprender
junto a él la retórica, la dialéctica y sobre todo la astronomía.
Aprendió el cálculo y se aplicó con atención y sagacidad a
estudiar el curso de los astros. Quiso también aprender a escribir y
tenía el hábito de colocar bajo el almohadón de su cama tablas y hojas
de pergamino, con el fin de aprovechar sus instantes de
ocio para ejercitarse dibujando letras; pero como se aplicó tardíamente,
el resultado fue mediocre.
Practicó
escrupulosamente y con gran fervor la religión cristiana, en la cual
había estado imbuido desde su más tierna infancia. Incluso
construyó en Aquisgrán una basílica de gran belleza, que adornó de oro y
plata y candelabros, como también de balaustradas y de puertas de
bronce macizo; y, como no podía procurarse de otra parte las
columnas y los mármoles necesarios para su construcción, los hizo traer
de Roma y Ravenna.
No dejaba nunca, cuando
gozaba de buena salud, de ir a aquella Iglesia mañana y tarde; volvía
para el oficio de noche y para la misa. Velaba con
solicitud en todo lo que allí pasaba con el más grande decoro, y
frecuentemente recomendaba a los sacristanes velar en lo que allí se
aportaba para no dejar nada impropio o indigno de la santidad del
lugar. La proveyó ampliamente de vasos sagrados de oro y de plata y de
una cantidad suficiente de vestidos sacerdotales para que nadie -ni los
porteros, que están en el último escalón de la jerarquía
eclesiástica- se encontrara en la necesidad de ejercer su ministerio en
vestidos comunes.
Se empleó también con
diligencia en corregir la manera de leer y de salmodiar, siendo él mismo
muy experimentado en la materia, aunque no leía en
público y no cantaba sino a media voz con el resto de la concurrencia.
Solícito en
socorrer a los pobres y en hacer aquellas larguezas desinteresadas que
los griegos llaman "limosnas" (eleemosyne), no la empleó
solamente en su patria y su reino, sino que tenía la costumbre de enviar
dinero más allá de los mares: a Siria, a Egipto y a Africa -a
Jerusalén, Alejandría y Cartago, donde él había sabido que
vivían en la pobreza cristianos en quienes la miseria excitaba su
compasión; y si buscó la amistad de los reyes de ultramar, fue sobre
todo para procurar a los cristianos que se encontraban bajo su
dominación algún alivio y algún consuelo.
Más que todos los otros
lugares santos y venerables, la Iglesia del bienaventurado apóstol
Pedro en Roma era objeto de su devoción. Consagró para
dotarla cantidades de oro, de plata y de piedras preciosas; envió a los
pontífices ricos e innumerables presentes; y en ningún momento de su
reinado nada le agradó más a su corazón que el trabajar
con todos sus medios y emplear todas sus fuerzas en restablecer el
antiguo renombre de Roma y asegurar por su generosidad a la Iglesia de
San Pedro, además de la seguridad y la protección, los
ornamentos y una fortuna que la colocaran por sobre todas las otras. Y,
sin embargo, él no fue sino cuatro veces en el curso de los cuarenta y
siete años de su reinado para cumplir con sus votos y
hacer sus devociones.
El último
viaje que Carlos hizo a Roma tuvo, pues, otras causas. Los romanos
habían colmado de violencias al pontífice León -saltándole los
ojos y cortándole la lengua- y le habían constreñido a implorar la ayuda
del rey. Viniendo pues a Roma para restablecer la situación de la
Iglesia, fuertemente comprometido por estos incidentes, pasó
allí el invierno. Fue entonces que recibió el título de emperador y de
augusto. Se mostró al principio tan descontento que habría renunciado,
afirmaba, a entrar en la Iglesia ese día, bien que era
día de gran fiesta, si hubiera sabido de antemano el plan del pontífice.
No soportaba sino con una gran paciencia la envidia de los emperadores
romanos, que se indignaron por el título que había
tomado, y gracias a su magnanimidad que tanto lo elevaba por sobre
ellos, llegó, enviándoles numerosas embajadas y dándoles el título de
"hermanos" en sus cartas, a vencer finalmente su
resistencia.
Cuando hubo
adquirido el título imperial, observando que había en las leyes de su
pueblo múltiples lagunas -pues los francos tenían dos leyes,
muy diferentes entre sí en muchos puntos- se propuso completarlas,
haciéndolas concordar al mismo tiempo que corrigiendo los errores y las
faltas de redacción; pero no llevó a cabo su proyecto, sino
que se contentó al menos con insertar en el texto, sin tampoco acabarlo,
un pequeño número de artículos adicionales. Al menos hizo reunir y
consignar por escrito las leyes, transmitidas hasta
entonces por tradición oral, de todos los pueblos que estaban bajo su
dominio.
Transcribió también,
para que el recuerdo no se perdiera, los más antiguos poemas bárbaros
que cantaban la historia y las guerras de los viejos reyes.
Concibió, por otra parte, una gramática de la lengua nacional.
A todos los meses dio
nombre en su lengua materna, y hasta ahora entre los francos se les
designa a unos por su nombre latino y a otros por su nombre
bárbaro; lo mismo hizo para cada uno de los doce vientos, de los cuales
cuatro a lo más eran designados antes que él en su lengua. Para los
meses los nombres elegidos fueron los siguientes: enero,
wintarmanoth; febrero, hornung; marzo, lentzinmanoth; abril,
ostarmanoth; mayo, winemanoth; junio, brachmanoth; julio, heuvimanoth;
agosto, aranmanoth; septiembre, witumanoth; octubre, windumemanoth;
noviembre, herbistmanoth; diciembre, heilagmanoth. Para los vientos,
decidió que el viento del este sería llamado ostroniwint, el del sudeste
ostsundroni, el del sudsudeste sundostroni, el del sur
sundroni, el del sudsudoeste sundwestroni, el del sudoeste westsundroni,
el del oeste westroni, noroeste westnordroni, el del nornoroeste
nordwestroni, el del norte nordroni, el del nornordeste
nordostroni, el del nordeste ostnordroni.
Muerte de Carlomagno
Al final de su
vida, cuando ya se encorvaba bajo el peso de la enfermedad y la vejez,
hizo llamar cerca de sí al rey Luis de Aquitania, el único
hijo que le quedaba de su matrimonio con Hildegarda, y, en presencia de
los principales de todo el reino franco, reunidos en asamblea general,
con el consentimiento de todos, lo asoció al gobierno
del conjunto del reino y lo designó como heredero del título imperial;
después, habiéndole puesto la diadema sobre la cabeza, prescribió
llamarle en adelante emperador y augusto. La decisión fue
recibida muy favorablemente por toda la concurrencia, pues parecía
inspirada por Dios para el bien del reino. Su majestad se acrecentó
entonces y las naciones extranjeras experimentaron un gran
terror. Después, envió a su hijo a Aquitania y, en cuanto a él, a pesar
de su edad, partió, como de ordinario, a la cacería en los alrededores
de su palacio de Aquisgrán, empleando así el otoño, para
volver enseguida a Aquisgrán hacia las calendas de noviembre.
Como pasó allí el
invierno, fue presa, en el mes de enero, de una fuerte fiebre y debió
guardar cama. Inmediatamente, como hacía habitualmente en caso
de fiebre, se puso a dieta, pensando poder así eliminar la enfermedad o
al menos atenuarla. Pero la fiebre se complicó con un dolor al costado
-lo que los griegos llaman pleuresía- y como continuaba
observando la dieta y no sostenía su cuerpo más que con ciertas raras
bebidas, el séptimo día después de haberse acostado, habiendo recibido
la santa comunión, murió a los setenta y dos años y en el
cuadragésimo séptimo de su reinado, el cinco de las calendas de febrero,
en la hora tercia del día.
Su cuerpo,
siguiendo el rito, una vez lavado y amortajado, fue llevado a la
iglesia e inhumado en medio de la desolación del pueblo todo.
Se dudaba primero sobre el lugar donde debería reposar, ya que, en vida,
nada había prescrito al respecto. Finalmente se acordó reconocer que
ningún emplazamiento podría convenir mejor para su tumba
que la basílica que él mismo había construido a su costa en Aquisgrán
por amor de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo y en honor de su Santa
Madre, eternamente virgen. Se le enterró el mismo día de su
muerte y se puso su tumba bajo un arco dorado con su retrato y una
inscripción, cuyo texto era éste:
Bajo esta piedra reposa el cuerpo de Karlos, grande y ortodoxo emperador, que noblemente acrecentó el reino de los francoas y durante XLVII años lo gobernó felizmente. Murió septuagenario el año del señor DCCCXIV, el V de las calendas de febrero.
Los tres años antes, en
los últimos tiempos de su vida, hubo frecuentes eclipses de sol y de
luna; durando siete días, se notó en el sol una marca de
color negro. Un pórtico que el rey había hecho levantar con gran
cantidad de materiales entre la basílica y el palacio se derrumbó
súbitamente por completo el día de la Ascensión del Señor. Después,
habiendo el fuego tomado por azar el puente de madera que él había
puesto sobre el Rhin en Maguncia -ese puente que había demandado más de
diez años de ruda labor y que había sido tan admirablemente
construido que parecía iba a ser eterno- el incendio creció tan rápido
que al cabo de tres horas, excepción hecha de aquellas partes cubiertas
por el agua, se consumió por entero y de él no quedó ni
una tabla.
Carlos mismo fue
víctima de un accidente significativo en el curso de una expedición a
Sajonia contra el rey danés Godefrido. Un día que había dejado
el campo y se había puesto en marcha antes de que el sol se levantara,
vio repentinamente una antorcha descender milagrosamente desde un cielo
sereno y atravesar el aire de derecha a izquierda. Y
mientras se preguntaba qué es lo que significaba ese fenómeno, el
caballo que montaba bajó bruscamente la cabeza y cayó precipitándolo a
tierra con tal violencia que la fíbula de su manto se rompió y
la vaina de su espada fue arrancada. Cuando sus servidores, testigos del
accidente, se precipitaron para levantarlo, le encontraron sin armas,
sin manto, y se recogió al menos a veinte pies de
distancia un venablo que se le había escapado de las manos en el momento
de su caída.
A ello se vinieron a
sumar frecuentes sacudidas que remecieron el palacio de Aquisgrán y
continuos crujidos en el techo de las habitaciones donde él
estaba. Después un rayo cayó sobre la basílica donde más tarde fue
enterrado, arrancando el remate de oro que pasaba por encima del techo y
lo proyectó sobre la casa vecina, que servía de residencia
al obispo
Halphen, L., C.H.F., 2ª Ed., 1938, en: Tessier, G., Charlemagne,
Albin Michel, 1967, Paris, pp. 195-215.