jueves, 25 de junio de 2015

FRAGMENTOS DE LA VITA KAROLI DE EGINHARDO



Habiendo resuelto escribir un libro sobre la vida, las costumbres y las principales gestas del reino del señor que me ha alimentado, el muy excelente rey Carlos, tan justamente famoso, lo he hecho con la mayor sobriedad que he podido, ateniéndome siempre a no omitir nada de lo que ha alcanzado mi conciencia y a no fatigar con la extensión de mi relato el espíritu de aquellos a quienes repugna todo aquello que es nuevo -si es de algún modo posible, verdaderamente, proponer, sin disgustarlo, un libro nuevo a un público al que fastidian también las obras de los mejores y doctos escritores.
Más de alguno de entre ellos, lo sé, que ha consagrado su tiempo libre al culto de las letras estimará que la época que vivimos no merece ser considerada como indigna de todo recuerdo y ofrecida en masa al olvido; más de uno también, celoso de pasar a la posteridad, se inquietará menos por la calidad de sus escritos que por su deseo de asegurar a las generaciones futuras, narrando las grandes gestas de sus contemporáneos, la gloria de su propio nombre. No he creído por lo tanto deber renunciar a esta obra, consciente de que yo podía aportar más de verdad que otra persona, porque participé en los acontecimientos que relato, he sido, como se dice, el testigo ocular y porque, además, no puedo saber de una manera positiva como sería el cuadro si fuese trazado por otro. He juzgado, en fin, que más valía en mi exposición respetar en otros términos las cosas ya dichas que dejar la vida ilustre del mejor y más grande rey de esta época y sus hazañas, hoy casi inimitables, perderse en las tinieblas del olvido.
A estos motivos para componer mi libro se agrega otro -razonable, pienso, y que podría bastar con él solo: el reconocimiento hacia el hombre que me alimentó y a la amistad indefectible entablada tanto con él como con sus hijos desde que comencé a vivir en su corte. La deuda que he contraído así hacia él y hacia su memoria es tal que sería justo que se me juzgase como un ingrato si, olvidando todos los bienes con los que fui gratificado, mantuviera silencio acerca de los hechos gloriosos e ilustres de aquel con quien tengo tantas obligaciones y si soportara que su vida permaneciera, como si no hubiera existido, ignorada y privada de las alabanzas que le son debidas.
Para contarla y expresarla, haría falta algo mejor que mi pobre espíritu, débil casi hasta la nulidad; haría falta la elocuencia de un Cicerón. Sin embargo, de todos modos, he aquí este libro destinado a perpetuar la memoria del célebre gran hombre. Fuera de sus grandes hechos, nada hay allí que pueda impresionar al lector, sino tal vez la audacia de un bárbaro que, apenas iniciado en la frase latina, ha creído sin embargo poder escribir de forma decente o conveniente en esta lengua y que ha llevado la impudicia hasta el desprecio de aquel precepto de Cicerón, en el primer libro de sus Tusculanas, donde hablando de los autores latinos, se expresa en estos términos: : "Consignar por escrito sus pensamientos cuando se es incapaz de ordenarlos, de darles valor y de procurar el menor agrado al lector es el acto de un hombre que abusa sin medida de sus horas libres y de las letras". Tal precepto del célebre orador habría podido apartarme de escribir si no hubiese resuelto arriesgar mi reputación sometiendo este ensayo al juicio del público, antes que narrar la historia de un tan gran hombre a fin de arreglarla.

Ascendencia de Carlos.
La familia de los merovingios, de la cual los francos acostumbraban a escoger sus reyes, reinó hasta Childerico. Este, con el consentimiento del pontífice romano, fue depuesto y encerrado en un monasterio después de haberle cortado los cabellos. Pero si la familia terminó con él, desde hacía mucho tiempo que había perdido el vigor y no se distinguía más que por el título real. La fortuna y el poder público estaban en manos de los jefes de su casa, que se llamaban mayordomos de palacio y a quienes pertenecía el poder supremo; además del título, el rey no tenía otra satisfacción que ocupar el trono, con su larga cabellera y su barba colgante. Desde allí figuraba como soberano, dando audiencias a los embajadores de los diversos países y encargándoles a su regreso que transmitiesen en su nombre las respuestas que se le había sugerido o dictado. Salvo este título real que había llegado a serle inútil, y los precarios medios de subsistencia que le concedía el mayordomo de palacio, no poseía sino un dominio propio, de escaso provecho, con su casa y algunos reducidos servidores a su disposición para proveerlo de lo necesario.
En sus viajes empleaba una carreta tirada por bueyes y dirigida rústicamente por un carretero. Así acostumbraba ir a palacio, dirigirse a la Asamblea Pública de su pueblo que se reunía anualmente para tratar asuntos del reino, y regresar a su residencia. La administración y todas las decisiones y medidas referentes a lo interno y externo del reino, eran de exclusiva incumbencia del mayordomo de palacio.
Este cargo, en la época de la deposición de Childerico, le pertenecía a Pipino, padre del rey Carlos, en virtud de un derecho ya casi hereditario. En efecto, antes que él, dicho cargo lo había desempeñado en forma brillante otro Carlos, del cual era hijo, y que se había distinguido derrotando a los tiranos cuyo poder intentaban imponer en toda Francia, y obligando a los sarracenos -mediante dos grandes victorias: una en Aquitania, en Poitiers; la otra cerca de Narbona- a renunciar a la ocupación de las Galias y a replegarse a España. Y éste lo había recibido de manos de su propio padre, también llamado Pipino. Pues el pueblo se había acostumbrado a no confiarlo sino a quienes se distinguían por el brillo de su nacimiento o la extensión de sus riquezas.

La Dilatatio Regni.
Campaña contra los lombardos.
Ya su padre, ante las súplicas del Papa Esteban, los había atacado, no sin antes haber superado grandes dificultades; algunos de los jefes francos, a quienes tenía costumbre de consultar, se habían opuesto a su proyecto en tal forma que le habían manifestado abiertamente que desertarían y regresarían a sus hogares. La expedición se había realizado contra Astolfo y había terminado en forma rápida. Pero si las dos guerras tuvieron una causa análoga, o, mejor dicho, la misma causa, ni los esfuerzos desplegados ni los resultados fueron comparables. Pipino, después de haber sitiado al rey Astolfo algunos días en Tessin, le obligó a entregar rehenes, a restituir a los romanos las plazas fuertes y los castillos que les había arrebatado y a jurar no volver a tomar lo que habían entregado. En cambio, Carlos, una vez que comenzó la guerra, no abandonó la patria hasta haber obtenido la rendición de Desiderio.

Campaña contra los Sajones.
Ninguna fue tan larga, más atroz, más penosa para el pueblo franco. Pues los sajones, como casi todos los pueblos germánicos, eran de una naturaleza feroz; practicaban el culto a los demonios, se mostraban enemigos de nuestra religión y no consideraban deshonroso violar o transgredir las leyes divinas o humanas. El trazado de las fronteras dejaba cada día la paz a merced de un incidente; siendo llanas, excepto en algunos puntos, donde bosques y montañas forman una separación neta, las fronteras eran escenario constante de muertes, rapiñas e incendios, respondiéndose recíprocamente...
Una vez declarada la guerra, fue llevada por ambas partes con igual animosidad, aunque con mayores pérdidas de los sajones, y mantuvo una duración de treinta años consecutivos. No pudo terminar pronto por la perfidia de los sajones.
No dejó de vengar su perfidia e imponerles un justo castigo, marchando él mismo contra ellos o enviando tropas dirigidas por sus condes. Habiendo terminado por triunfar sobre los más intransigentes, reduciéndolos a su merced, deportó con sus mujeres y sus hijos a dos mil que habitaban las dos riberas del Elba, y los dispersó en pequeños grupos por las Galias y Germania. Y se sabe que la guerra, después de tantos años de lucha, no terminó sino cuando los sajones hubieron aceptado las condiciones exigidas por el rey; abandono del culto a los demonios y de las ceremonias nacionales, adopción de la fe y sacramentos de la religión cristiana, fusión con el pueblo franco en un solo pueblo.

Campaña de España.
Mientras se batía asiduamente y casi sin interrupción contra los sajones, Carlos, después de dejar en los sitios convenientes guarniciones a lo largo de las fronteras, atacó España con todas las fuerzas de que disponía. Franqueó los Pirineos, recibió la sumisión de todas las fortalezas y castillos que encontró en su ruta y regresó sin que su ejército hubiese sufrido pérdida alguna, salvo que sobre la cima misma de los Pirineos, tuvo de regreso, ocasión de experimentar algo de la perfidia vasca; como su ejército marchaba disperso en largas filas, así lo exigía la estrechez del camino, los vascos emboscados descendieron desde lo alto de las montañas y arrojaron a la quebrada los convoyes que venían al final y las tropas que cubrían la marcha de la retaguardia; después, entablada la lucha, los masacraron hasta el último hombre, dieron cuenta de las vituallas y finalmente se dispersaron con una rapidez extrema con la noche que caía a su favor. Los vascos tenían a su favor en estas circunstancias la ligereza de su armamento y la configuración del terreno, mientras que los francos estaban embargados por la pesadez de sus armas y su desventajosa posición. En este combate murieron el senescal Eginhardo, el conde palatino Anselmo, y Rolando, duque de la marca de Bretaña, y muchos otros. Esta derrota no pudo vengarse en el campo porque los enemigos, dados al galope, se dispersaron y tan bien que nadie pudo saber a qué rincón del mundo habría sido preciso ir a buscarlos.
Estas son las guerras que este poderosísimo rey realizó en las diversas partes del mundo, con tanta prudencia como fortuna, en el curso de los cuarenta y siete años de su reinado. Así, amplió casi al doble el reino franco que se le había entregado grande y poderoso. Efectivamente, antes de él, este reino -exceptuando el país de los alamanes y de los bávaros que formaban una dependencia- sólo comprendía la parte de las Galias situada entre el Rhin, el Loira, el Océano y el Mar Baleárico, y la parte de Germania habitada por los llamados francos orientales, entre Sajonia, el Danubio, el Rhin y el Saale que separa el país de los turingios del de los sorabos. A continuación de las guerras que recordamos, incorporó Aquitania, Gascuña, toda la Cordillera de los Pirineos, y el país hasta el Ebro, que nace en Navarra y, dividiendo la fertilísima planicie de España, va a morir al Mar Baleárico bajo los muros de la ciudad de Tortosa. Anexó toda Italia que desde Aosta hasta Calabria inferior, donde se encuentra la frontera entre griegos y beneventinos, se extiende en una longitud superior al millón de pasos. Añadió Sajonia que forma parte de Germania, ocupando un espacio de igual largo que el ocupado por los francos y el doble de ancho. Además incorporó las dos Panonias, Dacia -sobre la otra orilla del Danubio-, Istria, Liburnia, Dalmacia, exceptuando las ciudades marítimas que dejó al emperador de Constantinopla en garantía de amistad y alianza. En fin, venció y sometió a las tribus de todos los pueblos bárbaros y fieros de Germania -entre el Rhin, el Vístula, el Océano y el Danubio- cuyas lenguas se asemejan, diferenciándose bastante por sus costumbres y modos de vida-. Entre los principales se pueden nombrar a los quelatabos, los sorabos, los abodritas y los bohemios, contra los cuales peleó, mientras los otros en mayor número se le rindieron.

Relaciones con los musulmanes.
Con el rey persa Aarón (Harún-ar-Raschid), del que dependía casi todo el Oriente, excepto la India, las relaciones fueron tan cordiales que éste apreciaba su amistad más que la de todos los reyes y príncipes del resto del mundo, y sólo con Carlos tuvo atenciones y munificencias. Lo demostró cuando los embajadores de Carlos, después de ofrendar sus presentes al Santo Sepulcro en el lugar de la Resurrección del Señor, le fueron a saludar. No se contentó con acceder a sus peticiones, sino que renunció en favor de Carlos al dominio sobre los lugares santificados por los misterios de la Redención e hizo acompañar a los enviados francos en su regreso por una embajada cargada de considerables presentes; telas, aromas y otros perfumes del Oriente, que vinieron a añadirse al que le había hecho algunos años antes para responder a su deseo, al enviarle el único elefante de que disponía por entonces.

Carlomagno en su vida privada.
Hablaré ahora de sus cualidades morales, de su extraordinaria constancia en todas las coyunturas felices o infelices y, de una manera general, de todo lo que toca a su vida privada e íntima.
Cuando, después de la muerte de su padre, gobernó el reino a medias con su hermano, soportó con tal paciencia el odio y los celos de este último que todos se sorprendieron de no verlo arrebatarse contra él.
Enseguida, por los consejos de su madre, desposó a la hija del rey de los lombardos Didiero. La repudió al cabo de un año, no se sabe por qué, y casó con Hildegarda, una suaba de la alta nobleza. Tuvo tres hijos, Carlos, Pipino y Luis, y otras tantas hijas, Rotruda, Berta y Gila. Tuvo además otras tres hijas, Teodrada, Hiltruda y Rotaida, las dos primeras de su esposa Fastrada, una germana de la raza de los francos orientales, la tercera de una concubina cuyo nombre ahora se me escapa. Habiendo muerto Fastrada, desposó a la alamana Liutgarda, de la cual no tuvo hijos. Después de la muerte de ésta, tuvo cuatro concubinas: Madelgarda, que le dio una hija llamada Rotilda; Gervinda, una sajona, de la cual nació una hija llamada Adeltruda; Reina, que le dio a Drogón y Hugo; y Adelinda, de la cual tuvo a Tierri.
Su madre, Bertrada, envejeció cerca suyo rodeada de honores; pues él era a su consideración tan pleno de respeto que jamás surgió entre ellos la menor discordia, salvo cuando él se divorció de la hija del rey Didiero que ella le había impulsado a tomar por mujer. Ella terminó por morir después del deceso de Hildegarda, habiendo visto ya en la casa de su hijo tres nietos y el mismo número de nietas. El la hizo inhumar con gran pompa en la basílica de San Dionisio, donde reposa también su padre.
No tenía más que una hermana, llamada Gila, dedicada a la vida religiosa desde su juventud y a la que rodeó de los mismos cuidados que su madre. Murió ella pocos años antes que él en el monasterio donde su vida había transcurrido.
Quiso que sus hijos, los varones como las niñas, fuesen desde el comienzo iniciados en las artes liberales, estudios a los cuales él mismo se aplicaba; después a sus hijos, cuando les llegó la edad, hizo enseñar a montar a caballo, siguiendo la costumbre franca, a manejar las armas y a cazar; en cuanto a sus hijas, para evitarles embotarse en la ociosidad, las hizo aprender el trabajo de la lana así como el manejo de la rueca y el huso e hizo que se les enseñara todo lo que permitía formar una mujer honesta.
De todos sus hijos, no perdió más que dos hijos y una hija: Carlos, el primogénito; Pipino, que había hecho rey de Italia; y a Rotruda, la más vieja de sus hijas, que había sido prometida al emperador griego Constantino. Pipino dejó un hijo -Bernardo- y cinco hijas -Adelaida, Atula, Gondrada, Bertraida, Teodrada- a las cuales el rey testimonió su afecto decidiendo que el hijo sucediera a su difunto padre y que las hijas fueran educadas con las suyas propias. Soportó la muerte de sus hijos y de su hija con menos resignación de la que se hubiera esperado de su extraordinaria fortaleza de espíritu: su corazón era tan bueno que no pudo contenerse y se deshizo en llanto.
Asimismo, cuando se le anunció el deceso del pontífice romano Adriano, su amigo predilecto, lloró como si hubiera perdido un hermano o un hijo querido. Puesto que, en la amistad, era perfectamente equilibrado: dándose fácilmente, con una fidelidad a toda prueba, prometiéndose a aquellos con los que lo ligaba el afecto más sagrado.
Tomó en la educación de sus hijos tal cuidado que, cuando estaban con él, no cenaba nunca sin ellos y que, sin ellos, nunca se ponía en marcha. Sus hijos cabalgaban a su lado; sus hijas les seguían cerrando la marcha, con algunos guardias encargados de velar por ellas.
Tuvo de una concubina un hijo llamado Pipino, del cual todavía no he hablado, agradable de figura, pero jorobado. Simulando una enfermedad, mientras su padre, en lucha con los hunos, pasaba el invierno en Baviera, complotó contra él con algunos francos de la nobleza, que lo habían ganado para su causa prometiéndole la corona. Tales maniobras habiendo sido descubiertas y habiendo sido los rebeldes condenados, el rey lo autorizó a recibir la tonsura en el convento de Prüm y, según el deseo que había expresado, a consagrarse a la vida religiosa.
Anteriormente otro peligroso complot había estallado contra el rey en Germania. Algunos de los autores fueron castigados con la pérdida de la vista, otros fueron liberados sin penas corporales, todos fueron enviados al exilio; pero ninguno fue muerto, salvo tres de entre ellos que, defendiéndose con las armas en la mano para evitar ser tomados prisioneros, y habiendo asimismo ocasionado algunas víctimas, fueron asesinados a falta de poder ser dominados de otra manera.
De esos complots, la crueldad de la reina Fastrade fue, se cree, la causa inicial: si se conspira, en los dos casos, contra el rey, es porque, por satisfacer la crueldad de su esposa, él estaba, al parecer, terriblemente alejado de su bondad natural y de su mansedumbre acostumbrada. Con la cual, todo el resto de su vida, en su casa o fuera de ella, supo tan bien conciliarse la simpatía y el afecto de todos, que nadie le hizo jamás el menor reproche de una injusta violencia.
Amaba a los extranjeros y los acogía con grandes cuidados. Así su número fue tal rápidamente que se puede decir, no sin razón, que llegaron a constituir no sólo una pesada carga para el palacio, sino para el reino. Pero tenía la suficiente grandeza de espíritu como para no mostrarse afectado y para encontrar en la reputación de largueza y en el buen renombre que esta actitud le valía una compensación frente a todos sus pesares.
De una amplia y robusta espalda, era de talla elevada, sin nada de excesivo por otra parte, ya que medía siete pies de altura. Tenía la cima de la cabeza redondeada, ojos grandes y vivaces, la nariz un poco más larga que la media, de bellos cabellos blancos, de carácter alegre y extrovertido. También daba, exteriormente, sentado como de pie, una fuerte impresión de autoridad y de dignidad. Bien que su cuello era craso y muy corto y su vientre muy salido, las armoniosas proporciones de su cuerpo disimulaban tales defectos. Tenía el paso firme, el porte viril. La voz era clara, sin convenir sin embargo completamente a su físico. Dotado de una buena salud, no enfermó sino en los cuatro últimos años de su vida, cuando fue presa de frecuentes accesos de fiebre y terminó incluso cojeando. Pero no hacía caso entonces sino a su cabeza, en lugar de escuchar las advertencias de sus médicos, a los que había tomado aversión porque le habían aconsejado renunciar a las carnes asadas a las cuales estaba habituado, y a sustituirlas por viandas cocidas.
Se entregaba asiduamente a la equitación y a la caza. Era un gusto que tenía de nacimiento, porque no hay pueblo en el mundo que, en sus ejercicios, pueda igualar a los francos. Le gustaban también las aguas termales y frecuentemente se entregaba al placer de la natación, donde destacaba hasta el punto de no ser sobrepasado por nadie. Fue eso lo que lo llevó a construir un palacio en Aquisgrán y a residir allí en forma permanente en los últimos años de su vida. Cuando se bañaba, la compañía era numerosa: además de sus hijos, sus principales, sus amigos, también algunas veces la multitud de sus guardias personales eran invitados a compartir su esparcimiento y llegaba a haber en el agua con él hasta cien personas o más.

Llevaba el vestido nacional de los francos: sobre el cuerpo, una camisa y un calzoncillo de lino; encima, una túnica bordada de seda y un pantalón; unas cintillas alrededor de las piernas y los pies; un chaleco de piel de nutria o de rata le protegía en invierno la espalda y el pecho; se envolvía en un sayo azul y tenía siempre colgando a un costado una espada cuya empuñadura y vaina eran de oro o plata. Algunas veces ceñía una espada decorada con pedrerías, pero sólo los días de grandes fiestas o cuando tenía que recibir a embajadores extranjeros. Si embargo, desdeñaba los vestidos de otras naciones, incluso los más bellos, y, cualquiera que fuesen las circunstancias, se rehusaba a ponérselos. No hizo excepción sino en Roma donde, una primera vez a petición del Papa Adriano y una segunda vez a instancias de su sucesor León, vistió la larga túnica y la clámide y calzó zapatos a la moda de los romanos. Los días de fiesta llevaba un vestido tejido de oro, calzados decorados con pedrerías, una fíbula de oro para abrochar su sayo, una diadema del mismo metal y decorada también con pedrería; pero los demás días, su vestimenta difería poco de las de los hombres del pueblo o del común.

Se mostraba sobrio en el comer y el beber, sobre todo en el beber: ya que la embriaguez, que proscribió tanto para él como para los suyos, le causaba horror en quienquiera que fuese. En la comida, le era difícil limitarse tanto, y se quejaba con frecuencia por serle incómodos los ayunos.
Se regalaba con banquetes muy raramente, y solamente en las grandes fiestas, y siempre con gran compañía. Normalmente, la cena no se componía sino de cuatro platos, fuera del asado que los monteros tenían costumbre de poner en la asadera y que era su plato predilecto. Durante la comida, escuchaba un poco de música o alguna lectura. Se le leía la historia y los relatos de la Antigüedad. Le gustaba también hacerse leer las obras de San Agustín y, en particular, aquella titulada La Ciudad de Dios.
Era tan sobrio en el vino y en toda clase de bebidas que bebía raramente más de tres veces por comida. En verano, después de la comida del mediodía, tomaba algunas frutas, se volcaba una vez más a beber, después, desvistiéndose y descalzándose cuando ya era de noche, reposaba dos o tres horas. En la noche su sueño era interrumpido cuatro o cinco veces, y no sólo se despertaba, sino que se levantaba cada vez.
Una vez vestido, recibía diversas personas fuera de sus amigos. Si el conde de palacio le señalaba un proceso que reclamaba una decisión de su parte, hacía rápidamente introducir a palacio a los litigantes y, como si estuviera en un tribunal, escuchaba la exposición del asunto y pronunciaba sentencia. Era también el momento cuando regulaba el trabajo de cada servicio y daba sus órdenes.

Tenía una elocuencia copiosa y exuberante, expresando con suma facilidad todo lo que quería. No contento con su lengua, se afanó en aprender extranjeras. Aprendió el latín tan bien que se expresaba indiferentemente en esa lengua o en la lengua materna. No fue lo mismo con el griego, que podía comprenderlo mejor que hablarlo. Más encima, tenía una soltura de palabra que rayaba casi en el exceso.
Cultivaba con pasión las artes liberales y, lleno de veneración hacia quienes las enseñaban, los colmaba de honores. En el estudio de la gramática, seguía las lecciones del diácono Pedro de Pisa, entonces en su vejez; en las otras disciplinas, su maestro fue Alcuino, llamado Albinus, diácono también, un sajón originario de Bretaña, el hombre más sabio que existía entonces. Consagró mucho tiempo y esfuerzo en aprender junto a él la retórica, la dialéctica y sobre todo la astronomía. Aprendió el cálculo y se aplicó con atención y sagacidad a estudiar el curso de los astros. Quiso también aprender a escribir y tenía el hábito de colocar bajo el almohadón de su cama tablas y hojas de pergamino, con el fin de aprovechar sus instantes de ocio para ejercitarse dibujando letras; pero como se aplicó tardíamente, el resultado fue mediocre.

Practicó escrupulosamente y con gran fervor la religión cristiana, en la cual había estado imbuido desde su más tierna infancia. Incluso construyó en Aquisgrán una basílica de gran belleza, que adornó de oro y plata y candelabros, como también de balaustradas y de puertas de bronce macizo; y, como no podía procurarse de otra parte las columnas y los mármoles necesarios para su construcción, los hizo traer de Roma y Ravenna.
No dejaba nunca, cuando gozaba de buena salud, de ir a aquella Iglesia mañana y tarde; volvía para el oficio de noche y para la misa. Velaba con solicitud en todo lo que allí pasaba con el más grande decoro, y frecuentemente recomendaba a los sacristanes velar en lo que allí se aportaba para no dejar nada impropio o indigno de la santidad del lugar. La proveyó ampliamente de vasos sagrados de oro y de plata y de una cantidad suficiente de vestidos sacerdotales para que nadie -ni los porteros, que están en el último escalón de la jerarquía eclesiástica- se encontrara en la necesidad de ejercer su ministerio en vestidos comunes.
Se empleó también con diligencia en corregir la manera de leer y de salmodiar, siendo él mismo muy experimentado en la materia, aunque no leía en público y no cantaba sino a media voz con el resto de la concurrencia.

Solícito en socorrer a los pobres y en hacer aquellas larguezas desinteresadas que los griegos llaman "limosnas" (eleemosyne), no la empleó solamente en su patria y su reino, sino que tenía la costumbre de enviar dinero más allá de los mares: a Siria, a Egipto y a Africa -a Jerusalén, Alejandría y Cartago, donde él había sabido que vivían en la pobreza cristianos en quienes la miseria excitaba su compasión; y si buscó la amistad de los reyes de ultramar, fue sobre todo para procurar a los cristianos que se encontraban bajo su dominación algún alivio y algún consuelo.
Más que todos los otros lugares santos y venerables, la Iglesia del bienaventurado apóstol Pedro en Roma era objeto de su devoción. Consagró para dotarla cantidades de oro, de plata y de piedras preciosas; envió a los pontífices ricos e innumerables presentes; y en ningún momento de su reinado nada le agradó más a su corazón que el trabajar con todos sus medios y emplear todas sus fuerzas en restablecer el antiguo renombre de Roma y asegurar por su generosidad a la Iglesia de San Pedro, además de la seguridad y la protección, los ornamentos y una fortuna que la colocaran por sobre todas las otras. Y, sin embargo, él no fue sino cuatro veces en el curso de los cuarenta y siete años de su reinado para cumplir con sus votos y hacer sus devociones.

El último viaje que Carlos hizo a Roma tuvo, pues, otras causas. Los romanos habían colmado de violencias al pontífice León -saltándole los ojos y cortándole la lengua- y le habían constreñido a implorar la ayuda del rey. Viniendo pues a Roma para restablecer la situación de la Iglesia, fuertemente comprometido por estos incidentes, pasó allí el invierno. Fue entonces que recibió el título de emperador y de augusto. Se mostró al principio tan descontento que habría renunciado, afirmaba, a entrar en la Iglesia ese día, bien que era día de gran fiesta, si hubiera sabido de antemano el plan del pontífice. No soportaba sino con una gran paciencia la envidia de los emperadores romanos, que se indignaron por el título que había tomado, y gracias a su magnanimidad que tanto lo elevaba por sobre ellos, llegó, enviándoles numerosas embajadas y dándoles el título de "hermanos" en sus cartas, a vencer finalmente su resistencia.
Cuando hubo adquirido el título imperial, observando que había en las leyes de su pueblo múltiples lagunas -pues los francos tenían dos leyes, muy diferentes entre sí en muchos puntos- se propuso completarlas, haciéndolas concordar al mismo tiempo que corrigiendo los errores y las faltas de redacción; pero no llevó a cabo su proyecto, sino que se contentó al menos con insertar en el texto, sin tampoco acabarlo, un pequeño número de artículos adicionales. Al menos hizo reunir y consignar por escrito las leyes, transmitidas hasta entonces por tradición oral, de todos los pueblos que estaban bajo su dominio.
Transcribió también, para que el recuerdo no se perdiera, los más antiguos poemas bárbaros que cantaban la historia y las guerras de los viejos reyes. Concibió, por otra parte, una gramática de la lengua nacional.
A todos los meses dio nombre en su lengua materna, y hasta ahora entre los francos se les designa a unos por su nombre latino y a otros por su nombre bárbaro; lo mismo hizo para cada uno de los doce vientos, de los cuales cuatro a lo más eran designados antes que él en su lengua. Para los meses los nombres elegidos fueron los siguientes: enero, wintarmanoth; febrero, hornung; marzo, lentzinmanoth; abril, ostarmanoth; mayo, winemanoth; junio, brachmanoth; julio, heuvimanoth; agosto, aranmanoth; septiembre, witumanoth; octubre, windumemanoth; noviembre, herbistmanoth; diciembre, heilagmanoth. Para los vientos, decidió que el viento del este sería llamado ostroniwint, el del sudeste ostsundroni, el del sudsudeste sundostroni, el del sur sundroni, el del sudsudoeste sundwestroni, el del sudoeste westsundroni, el del oeste westroni, noroeste westnordroni, el del nornoroeste nordwestroni, el del norte nordroni, el del nornordeste nordostroni, el del nordeste ostnordroni.

Muerte de Carlomagno
Al final de su vida, cuando ya se encorvaba bajo el peso de la enfermedad y la vejez, hizo llamar cerca de sí al rey Luis de Aquitania, el único hijo que le quedaba de su matrimonio con Hildegarda, y, en presencia de los principales de todo el reino franco, reunidos en asamblea general, con el consentimiento de todos, lo asoció al gobierno del conjunto del reino y lo designó como heredero del título imperial; después, habiéndole puesto la diadema sobre la cabeza, prescribió llamarle en adelante emperador y augusto. La decisión fue recibida muy favorablemente por toda la concurrencia, pues parecía inspirada por Dios para el bien del reino. Su majestad se acrecentó entonces y las naciones extranjeras experimentaron un gran terror. Después, envió a su hijo a Aquitania y, en cuanto a él, a pesar de su edad, partió, como de ordinario, a la cacería en los alrededores de su palacio de Aquisgrán, empleando así el otoño, para volver enseguida a Aquisgrán hacia las calendas de noviembre.
Como pasó allí el invierno, fue presa, en el mes de enero, de una fuerte fiebre y debió guardar cama. Inmediatamente, como hacía habitualmente en caso de fiebre, se puso a dieta, pensando poder así eliminar la enfermedad o al menos atenuarla. Pero la fiebre se complicó con un dolor al costado -lo que los griegos llaman pleuresía- y como continuaba observando la dieta y no sostenía su cuerpo más que con ciertas raras bebidas, el séptimo día después de haberse acostado, habiendo recibido la santa comunión, murió a los setenta y dos años y en el cuadragésimo séptimo de su reinado, el cinco de las calendas de febrero, en la hora tercia del día.
Su cuerpo, siguiendo el rito, una vez lavado y amortajado, fue llevado a la iglesia e inhumado en medio de la desolación del pueblo todo. Se dudaba primero sobre el lugar donde debería reposar, ya que, en vida, nada había prescrito al respecto. Finalmente se acordó reconocer que ningún emplazamiento podría convenir mejor para su tumba que la basílica que él mismo había construido a su costa en Aquisgrán por amor de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo y en honor de su Santa Madre, eternamente virgen. Se le enterró el mismo día de su muerte y se puso su tumba bajo un arco dorado con su retrato y una inscripción, cuyo texto era éste:
Bajo esta piedra reposa el cuerpo de Karlos, grande y ortodoxo emperador, que noblemente acrecentó el reino de los francoas y durante XLVII años lo gobernó felizmente. Murió septuagenario el año del señor DCCCXIV, el V de las calendas de febrero.

Numerosos presagios habían marcado la aproximación de su fin, no dejando duda alguna a nadie -a él mismo más que a ningún otro- sobre la inminencia del instante decisivo.
Los tres años antes, en los últimos tiempos de su vida, hubo frecuentes eclipses de sol y de luna; durando siete días, se notó en el sol una marca de color negro. Un pórtico que el rey había hecho levantar con gran cantidad de materiales entre la basílica y el palacio se derrumbó súbitamente por completo el día de la Ascensión del Señor. Después, habiendo el fuego tomado por azar el puente de madera que él había puesto sobre el Rhin en Maguncia -ese puente que había demandado más de diez años de ruda labor y que había sido tan admirablemente construido que parecía iba a ser eterno- el incendio creció tan rápido que al cabo de tres horas, excepción hecha de aquellas partes cubiertas por el agua, se consumió por entero y de él no quedó ni una tabla.
Carlos mismo fue víctima de un accidente significativo en el curso de una expedición a Sajonia contra el rey danés Godefrido. Un día que había dejado el campo y se había puesto en marcha antes de que el sol se levantara, vio repentinamente una antorcha descender milagrosamente desde un cielo sereno y atravesar el aire de derecha a izquierda. Y mientras se preguntaba qué es lo que significaba ese fenómeno, el caballo que montaba bajó bruscamente la cabeza y cayó precipitándolo a tierra con tal violencia que la fíbula de su manto se rompió y la vaina de su espada fue arrancada. Cuando sus servidores, testigos del accidente, se precipitaron para levantarlo, le encontraron sin armas, sin manto, y se recogió al menos a veinte pies de distancia un venablo que se le había escapado de las manos en el momento de su caída.
A ello se vinieron a sumar frecuentes sacudidas que remecieron el palacio de Aquisgrán y continuos crujidos en el techo de las habitaciones donde él estaba. Después un rayo cayó sobre la basílica donde más tarde fue enterrado, arrancando el remate de oro que pasaba por encima del techo y lo proyectó sobre la casa vecina, que servía de residencia al obispo



 Halphen, L., C.H.F., 2ª Ed., 1938, en: Tessier, G., Charlemagne, Albin Michel, 1967, Paris, pp. 195-215.

FRAGMENTOS DE LA "HISTORIA FRANCORUM" DE GREGORIO DE TOURS

A la muerte de Childerico, su hijo Clodoveo le sucedió. Siagrio, rey de los romanos (romanorum rex), estaba instalado en la ciudad de Soissons que había pertenecido a su padre Egidio. El quinto año de su reinado, Clodoveo, acompañado de su pariente, el rey Ragnacario, marchó contra él y le instó a preparar un campo de batalla. Siagrio no temió recoger el desafío. En el curso del combate, viendo la desbandada de los suyos, dio la vuelta y huyó al galope hasta Toulouse, hasta donde el rey Alarico. Clodoveo conminó a Alarico para que se lo entregase, o, en su defecto, le haría la guerra. Temiendo provocar la cólera de los francos -es un hecho que los godos siempre les han temido- Alarico entregó a Siagrio a los enviados de Clodoveo, quien le tomó prisionero y, después de haber puesto la mano sobre su reino, mandó asesinarlo secretamente.
En aquel tiempo muchas iglesias fueron tomadas (depredatae) por Clodoveo con su ejército, porque aún estaba envuelto por los fanáticos errores. Entonces, de cierta iglesia sustrajeron una jarra (urceum), de admirable magnitud y belleza, junto con los restantes ornamentos del ministerio eclesiástico. El obispo de la iglesia manda, en tanto, un enviado suyo al rey, solicitando que, si no merece recibir otro de los vasos sagrados, al menos recibiese su iglesia la jarra. Enterándose de esto el rey dijo al nuncio: "Síguenos hasta Soisssons, porque allí, reunidas las cosas adquiridas, serán divididas. Y cuando la suerte me dé (sors dederit mihi) aquel vaso que el Papa pide, cumpliré". Una vez llegados a Soissons, y la carga del botín adquirido puesta en medio (cunctum onus praedae in medio possitum), dijo el rey: "Os ruego, valientes guerreros, que al menos este vaso no me neguéis conceder fuera de la parte". Habiendo dicho esto el rey, aquellos cuya mente era más sana dijeron: "Todas las cosas que contemplamos, glorioso rey, son tuyas, y aún nosotros mismos estamos subyugados a tu dominio (tuo domino subiugati sumus). Ahora, lo que te parezca que hay que hacer, hazlo; pues nadie puede resistir tu poder (potestati)". Cuando estas palabras así habían dicho, uno cualquiera (levis), envidioso y ligero de genio (invidus ac facilis), levantando el hacha de doble filo golpea el vaso diciendo con gran voz: "Nada tomes sino lo que la suerte verdadera (sors vera) te conceda". Con esto todos quedaron estupefactos, el rey redujo su ofensa con la bondad de su paciencia y entregó la jarra al nuncio eclesiástico, conservando la herida recibida en su pecho. Transcurrido un año, ordenó (iussit) que toda la falange viniese con todo el conjunto de las armas, para mostrar el resplandor (nitorem) de estas armas en el Campo de Marte. Allí decide recorrer al conjunto y llega al que golpeara la jarra, al cual dice: "Ninguno lleva las armas tan descuidadas como tú; ni la lanza (hasta) ni la espada (gladius), ni el hacha (securis), te son útiles". Y agarrando su hacha la arrojó a la tierra. Y cuando aquel se hubiese inclinado un poco para recogerla, el rey, con las manos elevadas, hendió con su hacha la cabeza de aquél. "Así, dijo, tú hiciste a aquel vaso en Soissons". Muerto el cual ordenó retirarse a los demás, estableciendo en ellos un gran temor de sí. Emprendió muchas guerras y obtuvo muchas victorias. El décimo año de su reinado, hizo la guerra a los turingios, y los sometió a su autoridad.
Gondioc, rey de los Burgundios, del linaje del rey perseguidor Atanarico, de quien ya nos hemos ocupado más arriba, tenía cuatro hijos: Gondebaudo, Godegisilo, Chilperico y Godomer. Gondebaudo asesinó a su hermano Chilperico haciendo tirar al agua a la mujer, con una piedra al cuello, y exilió a las dos hijas; la mayor, que tomó el velo, se llamaba Crona; la menor, Clotilde. Con ocasión de una de las numerosas embajadas enviadas por Clodoveo a los burgundios, sus enviados encontraron a la joven Clotilde. Informaron a Clodoveo de la gracia y de la sabiduría que habían constatado en ella y de los informes que habían recibido acerca de su origen regio. Sin tardar, la pidió en matrimonio a Gondebaudo. Este, considerando las consecuencias de una negativa, la remitió a los enviados que se apresuraron en llevarla ante Clodoveo. Al verla el rey quedó encantado y la desposó, a pesar de que una concubina le había dado ya un hijo, Thierry.
De la reina Clotilde tuvo un primer hijo. Deseando bautizarlo, insistía a su marido: "Los dioses que tú veneras no son nada, incapaces son de ayudarte, ni de atender los deseos de cualquier otro. Son ídolos de piedra, de madera o de metal. Los ridículos nombres que les das no son nombres divinos, son hombres los que los han llevado, lo testimonia Saturno de quien se dice que huyó por temor a ser destronado por su hijo, lo testimonia Júpiter mismo, mancillado con el fango de todos los estupros, corrompiéndose con hombres, sin respetar sus propios parientes, él, que no se podía contener de compartir el lecho con su propia hermana, como ella misma lo dijo, hermana y esposa de Júpiter. ¿De qué han sido capaces Marte y Mercurio? Esos son unos hechiceros, su poder no es de origen divino. El Dios al que hace falta rendir culto, es aquel cuya palabra ha sacado de la nada el cielo, la tierra, el mar y todo lo que ellos encierran, que ha iluminado el sol, llenado el firmamento de estrellas, poblado las aguas de peces, la tierra de seres vivos, el aire de aves. Es por su voluntad que los campos producen las cosechas, los árboles los frutos, las viñas las uvas, es de su mano que el género humano ha sido creado. Gracias a su liberalidad, la creación entera está al servicio del hombre, le está sometida y le colma de sus beneficios". La reina decía bien, pero el corazón del rey permanecía insensible a las exigencias de la fe. Clodoveo replicaba: "Es por orden de nuestros dioses que todo está creado y sale de la nada. Sin embargo es claro que el tuyo nada puede, igualmente no tenemos la prueba de que sea de raza divina". No obstante la reina, obedeciendo a su fe, pidió el bautismo para su hijo; hizo tapizar la iglesia de velos y de tinturas para que el rito incitara a la creencia a quien sus palabras no alcanzaban a tocar. Ahora bien, el niño, bautizado con el nombre de Ingomer, murió revestido de la ropa bautismal (in albis obit). Por ello el rey, irritado, se encolerizó con la reina: "Si el niño hubiera sido consagrado a mis dioses, ciertamente que habría vivido; pero porque ha sido bautizado en el nombre del vuestro, le ha sido imposible vivir". A lo cual la reina respondió: "Agradezco a Dios Todopoderoso, creador de todas las cosas, que me ha hecho a mí, indigna, el honor de abrir su reino al fruto de mis entrañas. Mi alma no ha sido dañada por el dolor, porque, lo sé, arrebatado de este mundo en la inocencia bautismal, mi hijo se nutre de la contemplación de Dios". Ella tuvo luego otro hijo que recibió en su bautismo el nombre de Clodomir. Habiendo éste enfermado, el rey dijo: "No le podía pasar sino lo que a su hermano, es decir, morir tan pronto como hubiese sido bautizado en el nombre de vuestro Cristo". Pero gracias a las oraciones de su madre, el niño se restableció bajo la orden del Señor.
La reina no cesaba de rogarle para que conociera al verdadero Dios y abandonase los ídolos; pero no pudo sacarlo de esta creencia hasta el día en que fue declarada la guerra contra los alamanes, guerra en el curso de la cual fue impulsado por la necesidad a confesar lo que había renunciado hacer voluntariamente. Llegó el momento, en efecto, en que el conflicto entre los dos ejércitos degeneró en una violenta masacre y el ejército de Clodoveo estaba a punto de ser exterminado. Viendo esto elevó los ojos al cielo y, con el corazón compungido, emocionado hasta las lágrimas, dijo: "Oh, Jesucristo, al que Clotilde proclama hijo del Dios vivo, tú que ayudas a aquellos que sufren y que le das la victoria a aquellos que tienen fe en ti, te imploro devotamente la gloria de tu asistencia; si tú me das la victoria sobre estos enemigos y si experimento la virtud milagrosa, que el pueblo consagrado a tu nombre se dé cuenta que ella viene de ti, creeré y me haré bautizar en tu nombre. Yo, en efecto, he invocado mis dioses, pero, como ya me he dado cuenta, se han abstenido de ayudarme. Creo, pues, que ello se debe a que no tienen poder alguno, puesto que no vienen en socorro de sus servidores. Es a ti a quien invoco ahora, es en ti en quien deseo creer, tanto como pongas en fuga a mis adversarios". Apenas dijo estas palabras, los alamanes dieron vuelta la espalda y comenzaron a huir. Como su rey había muerto en el combate, se rindieron a Clodoveo diciendo: "Por piedad, no dejes morir más gente, en adelante haremos lo que desees", y él, habiendo terminado así la guerra, después de comunicar al pueblo la paz contraída, entra y le cuenta a la reina cómo, invocando el nombre de Cristo, había obtenido la victoria. [Todo esto sucedió a los quince años de su reinado].
Entonces la reina hizo venir a escondidas a San Remigio, obispo de la ciudad de Reims, para fortalecer en el rey "la palabra de la Salvación".
El obispo lo llamó en secreto y le instó a que creyera en el verdadero Dios, creador del cielo y de la tierra, y abandonara los ídolos que no podían serle útiles ni a él ni a nadie. Pero este último respondió: "Te he escuchado atentamente, muy santo padre; sin embargo, hay que considerar que el pueblo que me sigue no tolerará abandonar sus dioses; en todo caso yo les hablaré conforme a tu palabra". Se devolvió hasta donde estaban sus hombres y en el momento mismo que tomó la palabra, el poder de Dios se le adelantó y todo el pueblo gritó al unísono: "A los dioses mortales los rechazamos, piadoso rey; es al Dios inmortal que predica Remigio al que estamos dispuestos a seguir". Estas noticias le fueron comunicadas al prelado. Este, lleno de gozo, hizo preparar la pila bautismal. Las calles fueron cubiertas con guirnaldas de colores, la Iglesia adornada con cortinas blancas, el bautisterio preparado, fueron esparcidos perfumes, fragantes cirios brillaban, todo el bautisterio estaba impregnado de un olor divino, y Dios colmó de tal manera a los asistentes con su gracia, que estos se sentían transportados a los perfumes del Paraíso. Clodoveo fue el primer rey que pidió ser bautizado por el pontífice. Avanzó, cual nuevo Constantino, hacia la pila bautismal, que había borrado la enfermedad de una vieja lepra, para limpiar, con agua fresca, las sórdidas manchas antiguamente adquiridas. Cuando entró para el bautismo, el santo de Dios se dirigió hacia él con voz elocuente en estos términos: "Despójate humildemente de tus collares (mitis depone colla: inclina humildemente la cerviz). Oh, Sicambrio, adora lo que quemaste, quema lo que adoraste".
San Remigio era un obispo de cultura notable, impregnado de retórica, pero también se distinguió por su santidad, e igualaba a Silvestre por sus milagros; existe en nuestros días un libro de su vida que cuenta cómo resucitó a un muerto. Así, pues, el rey, habiendo confesado al Dios Todopoderoso en su intimidad, fue bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y ungido con los santos óleos con el signo de la cruz de Cristo. Más de tres mil hombres de su ejército fueron también bautizados, y su hermana Albofleda quien, poco tiempo después, se fue hacia el Señor. Como Clodoveo estaba afligido por esta muerte, recibió de San Remigio una carta de consolación que decía al comienzo: "Me abruma, sí, me abruma mucho, la desgracia que os entristece, a saber la partida de vuestra hermana de buena memoria, Albofleda. Pero tenemos en quien consolarnos, porque ella ha dejado este mundo en tales condiciones que merece la envidia más que las lágrimas". Otra hermana de Clodoveo, Lantilde, que había caído en la herejía arriana, se convirtió. Después de haber confesado la igualdad del Hijo y del Espíritu Santo con el Padre, fue ungida con el santo crisma.
En aquel tiempo Gondebaudo y su hermano Godegiselo reinaban en las regiones del Ródano y del Saona, incluida la región de Marsella. Pertenecían, ellos y sus pueblos, a la secta arriana. Se combatían el uno al otro cuando Godegiselo, al corriente de las victorias de Clodoveo, le despachó secretamente enviados encargados de decirle de su parte: "Si tú me ayudas a combatir a mi hermano, de manera que pueda hacerlo morir en la guerra, o capturarlo al menos, te pagaré todos los años el tributo que tú quieras imponerme". Clodoveo recibió favorablemente sus insinuaciones, le prometió la ayuda que sería necesaria y al momento hizo poner en marcha a su ejército contra Gondebaudo. Al enterarse, Gondebaudo, que ignoraba la traición de su hermano, le mandó decir: "Ven en mi ayuda, ya que los francos se han puesto en marcha contra nosotros y se dirigen hacia nuestro país para apoderarse de él. Unámonos pues contra un pueblo que nos desea el mal, y temo que, si lo enfrentamos separadamente, sufriremos la suerte de otros pueblos". El otro respondió: "Iré con mi ejército y te ayudaré". Habiendo avanzado Clodoveo contra Gondebaudo y Godegisilo, los tres ejércitos, con todo su aparato de guerra, se encontraron bajo los muros de la fortaleza de Dijon. Mientras se enfrentaban sobre las riberas del Ouche, Godegisilo obró su unión con Clodoveo y los dos ejércitos aniquilaron a las tropas de Gondebaudo. Este, tomando conciencia de la traición de su hermano, de la cual no sospechaba, volvió la espalda y emprendió la fuga. Descendió por el Ródano y entró en Avignon. Por su parte, Godegisilo, una vez conseguida la victoria, ofrecida una parte de su reino a Clodoveo, se retiró tranquilamente y entró triunfalmente en Vienne, como si él fuera ya el único señor. Después de haber recibido refuerzos, Clodoveo se dio a la persecución de Gondebaudo con la intención de capturarlo en Avignon y de hacerlo morir. Este, dándose cuenta de que estaba amenazado de muerte violenta, fue presa del terror. Entonces hizo venir a Aredius, hombre ilustre, valiente y prudente, que se encontraba con él: "Los peligros se me presentan por todas partes, le dijo, y no sé qué hacer, ya que los bárbaros han venido hasta nosotros para exterminarnos y confundir todo el país". Aredius responde: "Para evitar la muerte, tienes que apaciguar a ese hombre feroz. Así, con tu venia, fingiré dejarte y pasarme a su lado. Una vez admitido en su presencia, obraré de tal manera que tú y este país sean tratados bien. Ten cuidado solamente de satisfacer las exigencias que inspiradas por mí él te hará saber, hasta que el Señor, en su misericordia, se digne tomar tu causa en su mano". Y él: "Actuaré de acuerdo a las instrucciones que tú me darás". Así, Aredius se despidió, fue y se presentó delante de Clodoveo diciéndole: "Muy piadoso rey, he aquí que yo, tu humilde servidor, vengo hacia tu poder, abandonando al miserable Gondebaudo. Si tu piedad se digna a recibirme, tú y tus sucesores tendrán en mí un servidor íntegro (integer) y fiel (fidelis)". Clodoveo lo recibió solícitamente y lo retuvo cerca de sí. Era, en efecto, un conversador agradable, un consejero seguro, un espíritu juicioso, un mandatario fiel. Cuando Clodoveo hizo rodear la ciudad con su ejército, Aredius le dijo: "Si la gloria de tu grandeza se digna acoger los modestos propósitos de mi bajeza, aunque tú no tienes necesidad de consejos, te daré el mío de toda buena fe, conforme a tu interés y al de todas aquellas ciudades por las cuales tú tienes la intención de pasar. ¿Por qué, agregó, inmovilizar tu ejército delante de un enemigo atrincherado en una fortaleza? Saqueas sus campos, dejas sus pastos inutilizables, destruyes sus viñas, abates sus olivares y destruyes todas las cosechas del país y, haciéndolo, no llegas a ningún resultado. Envíale mejor embajadores e impónle un tributo que habrá de pagarte cada año. Así el país será liberado y serás para siempre el señor de tu tributario. Si rehusa, haz entonces como te plazca". El rey, habiendo tomado este consejo en consideración, hizo entrar sus ejércitos en sus hogares y envió embajadores a Gondebaudo para prescribirle el pago de un tributo anual. Gondebaudo pagó una primera anualidad, y prometió pagar las siguientes.
Después, habiendo retomado fuerzas y negándose en adelante a pagar el tributo prometido a Clodoveo, movilizó su ejército contra su hermano Godegisilo y lo encerró en Vienne, que sitió. Después que los alimentos comenzaron a faltar al bajo pueblo, Godegisilo ordenó expulsarlos de la ciudad temiendo él mismo ser privado de alimentos. Entre los expulsados se encontraba el artesano encargado de la mantención del acueducto. Indignado por haber sido echado con los otros, fue en su cólera a encontrar a Gondebaudo para indicarle el modo de vengarse de su hermano y penetrar en la ciudad. Bajo su conducción, el ejército se introdujo en el acueducto, precedido de una tropa de hombres que llevaban palancas de hierro. Había allí un respiradero clausurado por una gran piedra. Dirigidos por el artesano, los hombres la levantaron con sus palancas, penetrando en la ciudad y sorprendiendo por detrás a los arqueros que custodiaban la muralla. Al son de la trompeta, que resonó desde el medio de la ciudad, los sitiadores se apoderaron de las puertas por las cuales, una vez abiertas, entraron. Aprisionados entre los dos grupos armados, los habitantes de la ciudad fueron masacrados de una y otra parte, y Godegisilo buscó un abrigo en la iglesia de los heréticos donde fue asesinado junto con el obispo arriano. En cuanto a los francos que estaban con Godegisilo, se reunieron en una torre. Gondebaudo prohibió hacer el menor mal a alguno de ellos, sino que, habiéndose apoderado de sus personas, los envió exiliados a Toulouse cerca del rey Alarico, mientras que hizo dar muerte a los senadores y a los burgundios que habían hecho causa común con Godegisilo. Después restableció su autoridad sobre toda la región que hoy llamamos Burgundia. Dio a los burgundios leyes más suaves, para que los romanos no fuesen oprimidos.
Después de haber reconocido la necedad de las doctrinas heréticas y confesado la igualdad de Cristo, Hijo de Dios, y del Espíritu Santo, pidió a San Avito, obispo de Vienne, la unción del santo crisma. "Si tienes verdaderamente fe, le dijo el obispo, es menester poner en práctica lo que el mismo Señor nos ha enseñado en estos términos: Aquel que me haya confesado delante de los hombres, yo le confesaré también delante de mi Padre que está en los cielos; el que me haya despreciado delante de los hombres, lo despreciaré también delante de mi Padre que está en los cielos. Instruyendo a sus santos y bienaventurados apóstoles sobre las pruebas de la persecución futura, les dio estos consejos: Cuídense de los hombres. Los harán comparecer en sus asambleas y los fustigarán en sus sinagogas y comparecerán a causa de mí delante de los reyes y los magistrados para ser mis testimonios ante ellos y ante las naciones. Y, aunque tú eres rey y no tienes miedo de ser detenido por quienquiera que sea, temiendo una sedición de tu pueblo no confiesas públicamente al Creador de todas las cosas. Deja esa loca inconsecuencia y eso que dices creer de corazón, proclámalo frente a tu pueblo. En efecto, como dice el bienaventurado apóstol: Es la fe del corazón la que justifica y la confesión la que salva, y asimismo el profeta: Te confesaré, Señor, en una gran asamblea, te alabaré en medio de un pueblo numeroso, y además: Te confesaré en medio de los pueblos, cantaré un salmo en honor de tu nombre entre las naciones. Temiendo a tu pueblo, oh rey, ignoras que es a él a quien corresponde participar de tu fe, y no a ti de su error. Eres tú la cabeza del pueblo, y no el pueblo la cabeza tuya. Si vas a la guerra vas a la cabeza de tus ejércitos que te siguen a donde vas. Es mejor, pues, que las gentes conozcan la verdad bajo tu dirección que dejarlas en el error junto con tu desaparición, pues uno no se burla de Dios y El no quiere a quienes a causa de un reino terrestre no le confiesan delante del mundo". El bienaventurado Avito era en ese tiempo un hombre de gran elocuencia. En el momento en que nacieron en Constantinopla las herejías enseñadas por Eutiquio y Sabelio, a saber que no habría nada de divino en Nuestro Señor Jesucristo, tomó la pluma contra ellos a solicitud de Gondebaudo. Poseemos esas cartas admirables, que, así como entonces confundieron la herejía, edifican hoy día a la Iglesia de Dios. Escribió un libro de homilías, seis libros en verso sobre el origen del mundo y sobre diversas otras cosas, nueve libros de cartas entre las cuales se encuentran aquellas de las que acabamos de hablar. Expone en una homilía sobre las Rogationes que tales solemnidades, celebradas por nosotros antes del triunfo de la Ascensión del Señor, fueron instituidas por Mamerto, obispo de Vienne, en el tiempo de su episcopado, con ocasión de sucesos extraordinarios que aterrorizaron a la ciudad. Ella fue sacudida por frecuentes temblores y la ciudad era presa de ciervos y lobos que, atravesando las puertas, la recorrían completamente, como lo escribió Avito, sin temor alguno. Todo eso duró un año, cuando, al aproximarse las fiestas pascuales, la devoción del pueblo entero esperaba de la misericordia de Dios que los días de la gran solemnidad pusieran término a su espanto. Pero, durante el transcurso de la gloriosa noche, durante la celebración de la misa, el palacio real, situado en el recinto, es de pronto abrasado por un fuego celeste. Mientras la multitud aterrada sale de la Iglesia y se imagina que la ciudad entera va a ser o bien consumida por el incendio o bien se va a hundir en la tierra entreabierta, el santo obispo, prosternado delante del altar, gimiendo y llorando, implora la misericordia del Señor. ¿Qué más decir? La oración del insigne pontífice penetró hasta las profundidades de los cielos y los abundantes torrentes de sus lágrimas extinguieron el incendio del palacio. Entretanto, en la proximidad de la Ascensión de la Majestad del Señor, como hemos dicho, prescribió un ayuno a su rebaño, instituyó oraciones especiales, ceremonias particulares y una generosa distribución de limosnas. Después, habiéndose disipado los otros motivos de temor, el rumor del acontecimiento se esparció a través de las provincias e incitó a todos los obispos a imitar aquello que la fe había inspirado a uno ellos. Esas ceremonias son celebradas incluso hoy en el nombre de Dios en todas las iglesias en la compunción del corazón y la constricción del espíritu.
Ante las guerras continuamente emprendidas por Clodoveo, Alarico le hizo decir por una embajada: "Si mi hermano lo consiente, mi deseo sería tener una entrevista contigo bajo la protección de Dios". Clodoveo no desestimó tales noticias y vino delante de él. Se reunieron en una isla (in insula ligeris) del Loira, cerca del pueblo de Amboise, en el territorio de la ciudad de Tours; conversaron, comieron y bebieron juntos, y se separaron en paz, después de haber intercambiado promesas de amistad. Había allí muchos galorromanos que deseaban tener a los francos por señores. De allí que Quentino, obispo de Rodez, fuese expulsado de su sede. Es que él se había provocado la enemistad diciéndole: "Es porque tú deseas que la dominación de los francos se extienda sobre esta tierra". Poco tiempo después se hizo un referéndum entre los habitantes. Sobre la denuncia de aquello, los godos que residían en la ciudad suponiendo que querían someterse a los francos, resolvieron asesinarlo. Al enterarse de ese complot, el hombre de Dios salió durante la noche de Rodez con sus más fieles servidores y llegó a Clermont. Allí recibió una favorable acogida del obispo San Eufrasio, sucesor del difunto Aprunculo de Dijon, que le donó casas, campos y viñas, diciendo: "Esta Iglesia es lo suficientemente rica para hacernos vivir a los dos: faltaba que la caridad recomendada por el bienaventurado apóstol uniera a los obispos de Dios". El obispo de Lyon le hizo también presentes en bienes que su iglesia poseía en Auvergne. El resto de lo que concierne a San Quentino, tanto las persecuciones que sufrió, como las obras que el Señor ejecutó por sus manos, está escrito en el libro de su vida.
Dijo, pues, el rey Clodoveo a los suyos: "No soporto que esos arrianos ocupen una parte de las Galias. Vamos, con la ayuda de Dios y, después de haberlos vencido, hagamos esa tierra nuestra". Habiendo recibido la aprobación general, hizo marchar a su ejército en dirección a Poitiers donde Alarico residía entonces. Como una parte de las tropas atravesaba el territorio de Tours, por respeto a San Martín, ordenó que no se tomara nada en aquella región, excepto forraje y agua. Habiendo encontrado un guerrero heno perteneciente a un pobre hombre dijo: "¿No nos ha mandado el rey no tomar más que hierba, y nada más? Y esto, agregó, es hierba. No actuaremos contra sus órdenes tomándola". Como se apoderó del heno por la fuerza ejerciendo violencia sobre el pobre, se le hizo saber al rey, quien lo hizo ejecutar rápidamente diciendo: "¿Y dónde quedará el espíritu de la victoria, si ofendemos a San Martín?". Eso fue suficiente para impedir al ejército en adelante tomar nada en la región. El mismo rey envió de sus gentes cerca de la bienaventurada basílica: "Vayan, les dijo, puede ser que reciban en el santo templo algún presagio de victoria. Entonces, habiéndoles entregado presentes para depositar en el santo lugar: "Si tú estás de mi lado, Señor, dijo, y si tú has decidido entregar en mis manos a esa nación incrédula y perpetuamente mi rival, dígnate hacerme el favor de manifestar, en el seno de la basílica de San Martín, tu voluntad de ser propicio a tu servidor". Obedeciendo la orden real, los servidores se apresuraron hacia su propósito y, al momento de entrar en la santa basílica, el primicerio entona súbitamente la antífona: "Señor, tú me has revestido de fuerza para la guerra y tú has derribado bajo mis pies a aquellos que se alzaban contra mí; tú has hecho volver la espalda a mis enemigos delante de mí y has dispersado a aquellos que me aborrecían". Escuchando el salmo, dieron gracias a Dios, entregaron sus ofrendas votivas al bienaventurado confesor y, felices, fueron a hacer al rey su informe. Entretanto, Clodoveo, habiendo llegado con su ejército a la ribera del Vienne, no sabía absolutamente por qué sitio atravesarlo, crecido como estaba por la abundancia de lluvias. Rogó al Señor durante la noche que se dignara mostrarle un vado donde pudiera pasar y, en la mañana, una cierva de un tamaño extraordinario, entró en la ribera delante de ellos y por la voluntad de Dios la atravesó en un vado, haciendo saber al ejército que por allí podía atravesarlo. Así, pues, mientras el rey, ya a la vista de Poitiers, estaba en su campamento, vio de lejos una flecha de fuego salir de la basílica de San Hilario y venir en su dirección, como señalándole que esclarecido por la luz del muy bienaventurado San Hilario, llegaría más fácilmente a vencer las fuerzas heréticas contra las cuales el dicho obispo había a menudo llevado el combate de la fe. También conjuró a todo el ejército de abstenerse de toda violencia contra las personas y los bienes en ese lugar o en el camino. Había en aquel tiempo un hombre de una gran santidad, el abad Maixent, a quien el temor de Dios le había determinado a encerrarse en un monasterio fundado por él en el territorio de Poitiers. No entregamos aquí el nombre de ese monasterio, porque lleva desde entonces el de celda de San Maixent. Viendo acercarse un grupo de soldados, los monjes suplicaron al abad salir de su celda para venir en su socorro. Como tardaba, abrieron la puerta y le hicieron salir de su celda. Avanzó intrépido al encuentro de los soldados, como para pedirles la paz. A uno de ellos, que había tomado su espada como para cortarle la cabeza, la mano elevada se le paralizó a la altura de la oreja y el arma cayó detrás. Se arrodilló a los pies del santo hombre y le pidió su perdón. Los otros, que observaban, fuertemente aterrados, volvieron hacia el ejército temiendo sufrir la misma suerte. El santo confesor devolvió al hombre el uso de su brazo frotándole con aceite bendito y haciendo el signo de la cruz, y, gracias a su intervención, el monasterio quedó a salvo. El obró muchos otros milagros. Si se quiere saberlo, se le encontrarán leyendo el libro de su vida. [Año 25 de Clodoveo].
Entretanto Clodoveo se enfrentaba a Alarico, rey de los godos, en el llano de Vouillé, a diez millas de Poitiers. Unos atacan, otros resisten. Después, habiendo los godos vuelto la espalda como de costumbre, la victoria, con la ayuda de Dios, quedó para Clodoveo. Este tenía un auxiliar en la persona del hijo de Sigeberto el Cojo, llamado Cloderico. Este Sigeberto cojeaba a causa de una herida recibida en la rodilla combatiendo a los alamanes cerca de la ciudad de Tolbiac. Ahora bien, Clodoveo había puesto a los godos en fuga y matado a su rey Alarico, cuando dos enemigos se lanzaron súbitamente delante de él y le descargaron golpes de lanza por cada costado. Pero gracias a su coraza y a la agilidad de su caballo, escapó de la muerte. Un gran número de Auvernos que habían venido con Apolinario, y entre ellos los primeros senadores, sucumbieron. Amalarico, hijo de Alarico, huyó del campo de batalla y alcanzó Hispania donde gobernó sabiamente el reino paterno. Clodoveo envió a su hijo Thierry a Auvernia pasando por Albi y Rodez. En el curso de su campaña, sometió para su padre las ciudades ocupadas por los godos hasta la frontera burgunda. Alarico había reinado veintidós años. Clodoveo pasó el invierno en Burdeos, hizo llevar de Toulouse todos los tesoros de Alarico y llegó a poner sitio delante de Angulema. El Señor le hizo la gracia de ver los muros derrumbarse por sí mismos delante de él. Expulsó a los godos de la ciudad y se hizo dueño de ella. Después, entró victorioso en Tours y ofreció muchos presentes a la basílica del bienaventurado Martín.
Habiendo recibido del emperador Anastasio un diploma de cónsul, vistió en la basílica del bienaventurado Martín la túnica púrpura y la clámide y ciñó una diadema. Después, montando a caballo, distribuyó de su propia mano oro y plata con una gran liberalidad a todos quienes se habían apostado a lo largo del camino que llevaba desde la puerta del patio de entrada hasta la Iglesia de la ciudad. Después de ese día, Clodoveo fue aclamado como si él hubiera sido cónsul o emperador. Después de dejar Tours, vino a París, a la cual hizo capital del reino. Fue allá que Thierry fue a su encuentro.
A la muerte de Eustoquio, obispo de Tours, le sucedió Licinio, octavo obispo después de San Martín. Es bajo el pontificado de este último que tuvo lugar la guerra relatada más abajo y que el rey Clodoveo vino a Tours. Se cuenta que él [Licinius] había ido a Oriente, que allí visitó los Santos Lugares, que estuvo asimismo en Jerusalén y que allí vio en muchas ocasiones (saepe vidissi) los lugares donde el Señor sufrió y donde resucitó, como lo leemos en el Evangelio.
El rey Clodoveo se encontraba en París cuando envió al hijo de Sigeberto un mensaje secreto: "He aquí que tu padre envejece y que su pie enfermo le hace cojear. Si llega a morir, su reino y nuestra amistad te serán otorgadas en derecho". Seducido por esta perspectiva, el hijo complotó para matar a su padre. Un día que éste, después de haber salido de Colonia y haber atravesado el Rhin para recrearse en el bosque de Buconia, dormía la siesta en su tienda, le hizo matar por unos asesinos enviados para seguirle, con la intención de apoderarse de su reino. Pero, por el juicio de Dios, cayó en la fosa que había excavado para hacer caer a su padre. Envió mensajeros a Clodoveo para anunciarle la muerte de su padre y le hizo decir: "Mi padre está muerto, sus tesoros y su reino son míos. Envíame de tus gentes y te dejaré de buen grado la parte de tales tesoros que podamos convenir". Y Clodoveo respondió: "Sé con agrado tus disposiciones y te pido de hacer ver esos tesoros a mis enviados, después de los cual quedarás en posesión de todo". Cloderico mostró a los enviados los tesoros de su padre. Estaban mirando los diversos objetos cuando les dijo: "Es en ese cofre que mi padre tenía la costumbre de guardar sus piezas de oro". "Hunde tu mano hasta el fondo, dicen ellos, y revuélvelas todas". Cloderico obedeció y se inclinó profundamente. Blandiendo su hacha, uno de los enviados la plantó en su cabeza, dando al hijo indigno el trato que éste había hecho sufrir a su padre. Informado de la muerte de Sigeberto y de su hijo, Clodoveo, habiendo llegado al lugar, convocó al pueblo y le dijo: "Aprended de lo que ha ocurrido. Mientras estaba en barco sobre el Escalda, Cloderico, hijo de mi pariente, hostigó a su padre, pretendiendo que yo quería matarlo. Como aquél había ido a buscar un refugio en el bosque de Buconia, Cloderico envió bandidos para seguirlo y hacerlo asesinar. El mismo ha perecido bajo los golpes de un desconocido, cuando abría sus tesoros. Yo no he tenido parte en nada de todo esto, pues no puedo verter la sangre de mis parientes, cosa prohibida. Sin embargo, dado que ésto ha pasado, os doy un consejo que seguiréis, si os place. Venid a mí y yo os defenderé." Los auditores lo aplaudieron gritando y lo hicieron su rey elevándolo sobre un escudo. Tomó posesión del reino de Sigeberto y de sus tesoros y se anexó su pueblo. Siempre Dios hizo inclinarse a sus enemigos bajo su mano y acrecentó su reino, porque él marchaba en su presencia en la rectitud de su corazón y lo que él hacía era lo que era agradable a sus ojos.
Hecho ésto, se volvió hacia Chararico. En el tiempo de la guerra con Siagrio, Chararico, llamado en su auxilio por Clodoveo, se había mantenido al margen, sin aportar socorro a ninguna de las dos partes, esperando el momento de aliarse a quien obtuviera la victoria. Indignado por esta conducta, Clodoveo lo atacó. Le hizo caer en una trampa, se apoderó de él y de su hijo y, cuando estaban entre sus manos, le hizo tonsurar y dio la orden de conferir el sacerdocio a Chararico y el diaconato a su hijo. Un día que Chararico se lamentaba de su destitución, su hijo, se dice, le habría dicho: "Es de un árbol verde que esas frondosidades han sido podadas. No han sido del todo cortadas, sino que reaparecerán rápidamente y podrán desarrollarse. ¡Quiera el cielo que aquél que las ha cortado perezca pronto!". Habiendo sido informado Clodoveo de tal propósito, a saber, que amenazaban con dejar brotar su cabellera y matarlo, ordenó cortarles la cabeza. Después de su muerte, puso la mano sobre su reino, sus tesoros y sus súbditos.
Ragnacario reinaba entonces en Cambrai. El se revolcaba en el lodo de tales vicios que apenas respetaba a su prójimo. Tenía en la persona de Farrón un consejero manchado con los mismos horrores. Cuando se llevaba al rey alguna cosa para comer o un presente cualquiera, tenía en costumbre decir, se cuenta, que era para él y su Farrón. Los francos estaban indignados hasta la exasperación. Clodoveo hizo distribuir a los leudes de Ragnacario para sublevarlo contra él, brazaletes y tahalíes dorados, a los cuales fraudulentamente había dado la apariencia del oro, puesto que no era sino bronce dorado. Puso luego su ejército en marcha contra Ragnacario. Este envió espías para hacer una labor de reconocimiento y a su regreso, les interroga acerca de la fuerza de este ejército. "¡Es, respondieron, un ilustre refuerzo para ti y tu Farrón!". Clodoveo llega y entabla el combate. Ragnacario, viendo su ejército vencido, se apresta a huir, pero es hecho prisionero y llevado con las manos atadas tras la espalda, con su hermano Riquier, delante de Clodoveo, que le dice: "¿Por qué humillar a nuestra familia dejándote atado? Más vale morir". Y habiendo elevado su hacha, se la plantó en la cabeza; después, vuelto hacia su hermano, agregó: "Si tú hubieras prestado ayuda a tu hermano, ciertamente que no habría sido atado", y le mató igualmente de un golpe de hacha. Después de la muerte de los dos hermanos, aquellos que los habían traicionado se dieron cuenta que Clodoveo les había dado oro falso. Se lo hicieron saber al rey que, se dice, habría respondido: "Merece recibir un oro de tal naturaleza aquel que por su propia voluntad provoca la muerte de su señor", agregando que no quería expiar en los suplicios el crimen de haber traicionado sus señores, que debían contentarse de conservar a salvo la vida. Los que escuchaban, deseando obtener su perdón, le aseguraron que era suficiente con dejarles vivir. Los susodichos reyes eran parientes de Clodoveo. Clodoveo había hecho matar en Mans a su hermano Rignomer. Después de su muerte, Clodoveo se apoderó de su reino y de sus bienes. En el temor de verse privado del poder, hizo perecer muchos otros reyes y a sus parientes más próximos y extendió su autoridad por todas las Galias (regnum suum per totas Gallias dilatavit). Se cuenta entretanto que habiendo un día convocado a los suyos, se lamentaba a propósito de los parientes a los que había causado la muerte: "Desgracia la mía que he quedado solo como un extranjero en medio de extranjeros y sin un pariente que pueda venir en mi ayuda si fuera sorprendido por la adversidad". No era el arrepentimiento de sus muertes lo que inspiraba tales palabras, sino la astucia, en la esperanza de encontrar todavía alguno y matarlo.
Después de todo esto, murió en París y fue enterrado en la basílica de los santos apóstoles que había construido de acuerdo con la reina Clotilde. Su muerte tuvo lugar el quinto año después de la batalla de Vouillé. Su reino había durado treinta años [y él tenía cuarenta y cinco]. Desde la muerte de San Martín hasta la de Clodoveo que tuvo lugar el décimo primer año del episcopado de Lucilius, obispo de Tours, se cuentan ciento doce años. En cuanto a la reina Clotilde, se fue a Tours después de la muerte de su marido, se consagró al servicio de San Martín y vivió casta y bienhechora, no yendo sino raramente a París.

Fragms. tomados de: 1.Gregorii Episcopi Turonensis Historiarum Libri X, II, Monumenta Germaniae Historica, Scriptores Rerum Merovingicarum, T. I, P. I, Fasc. I, Editionem Alteram Curavit Bruno Krusch, Hannover, 1937. Trad. del latín por Héctor Herrera C. 2. Tessier, G., Le Baptême de Clovis, Gallimard, 1964, Paris, pp. 51 y ss. Trad. del francés por José Marín R.

martes, 9 de junio de 2015

Excomunión de Enrique IV (1076)

Oh bienaventurado Pedro, príncipe de los apóstoles, inclina, te rogamos, tus piadosos oídos a nosotros y escúchame a mí que soy tu siervo[...] Por esto, por tu gracia y no por mis méritos, creo que has querido y quieres que este pueblo cristiano confiado de modo especial a ti, me obedezca a mí también de modo especial, en razón del vicariato que se me entregó.
Por tu gracias, Dios me ha dado la potestad de atar y desatar en el cielo y en la tierra. Basándome en esta confianza, por honor y la defensa de tu Iglesia, en nombre de Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por medio de tu potestad y autoridad, quito al rey Enrique, hijo del emperador Enrique, que se sublevó con inaudita soberbia contra tu Iglesia, el poder sobre todo el reino de Germania y sobre Italia, y libero a todos los cristianos del vínculo del juramento que le hicieron o le hagan, y prohíbo que ninguno le sirva como a rey.

Acta Santi Gregorii VII P.L. CXLVIII