viernes, 31 de julio de 2015
Europa 2 pdf prácticos
Siempre es mejor tener los libros, y/o pasar por la fotocopiadora de la Facultad y comprar los textos. No obstante para aquellos que no puedan, les dejo la mayoría de los tp de Europa 2 en un pdf.
Saludos y ánimo con el nuevo cuatrimestre que arranca!!!
Link de descarga de los Prácticos de Europa 2 en PDF:
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jueves, 25 de junio de 2015
FRAGMENTOS DE LA VITA KAROLI DE EGINHARDO
Habiendo resuelto
escribir un libro sobre la vida, las costumbres y las principales gestas
del reino del señor que me ha alimentado, el muy excelente
rey Carlos, tan justamente famoso, lo he hecho con la mayor sobriedad
que he podido, ateniéndome siempre a no omitir nada de lo que ha
alcanzado mi conciencia y a no fatigar con la extensión de mi
relato el espíritu de aquellos a quienes repugna todo aquello que es
nuevo -si es de algún modo posible, verdaderamente, proponer, sin
disgustarlo, un libro nuevo a un público al que fastidian
también las obras de los mejores y doctos escritores.
Más de alguno de entre
ellos, lo sé, que ha consagrado su tiempo libre al culto de las letras
estimará que la época que vivimos no merece ser
considerada como indigna de todo recuerdo y ofrecida en masa al olvido;
más de uno también, celoso de pasar a la posteridad, se inquietará menos
por la calidad de sus escritos que por su deseo de
asegurar a las generaciones futuras, narrando las grandes gestas de sus
contemporáneos, la gloria de su propio nombre. No he creído por lo tanto
deber renunciar a esta obra, consciente de que yo
podía aportar más de verdad que otra persona, porque participé en los
acontecimientos que relato, he sido, como se dice, el testigo ocular y
porque, además, no puedo saber de una manera positiva como
sería el cuadro si fuese trazado por otro. He juzgado, en fin, que más
valía en mi exposición respetar en otros términos las cosas ya dichas
que dejar la vida ilustre del mejor y más grande rey de
esta época y sus hazañas, hoy casi inimitables, perderse en las
tinieblas del olvido.
A estos motivos para
componer mi libro se agrega otro -razonable, pienso, y que podría bastar
con él solo: el reconocimiento hacia el hombre que me
alimentó y a la amistad indefectible entablada tanto con él como con sus
hijos desde que comencé a vivir en su corte. La deuda que he contraído
así hacia él y hacia su memoria es tal que sería justo
que se me juzgase como un ingrato si, olvidando todos los bienes con los
que fui gratificado, mantuviera silencio acerca de los hechos gloriosos
e ilustres de aquel con quien tengo tantas
obligaciones y si soportara que su vida permaneciera, como si no hubiera
existido, ignorada y privada de las alabanzas que le son debidas.
Para contarla y
expresarla, haría falta algo mejor que mi pobre espíritu, débil casi
hasta la nulidad; haría falta la elocuencia de un Cicerón. Sin
embargo, de todos modos, he aquí este libro destinado a perpetuar la
memoria del célebre gran hombre. Fuera de sus grandes hechos, nada hay
allí que pueda impresionar al lector, sino tal vez la
audacia de un bárbaro que, apenas iniciado en la frase latina, ha creído
sin embargo poder escribir de forma decente o conveniente en esta
lengua y que ha llevado la impudicia hasta el desprecio de
aquel precepto de Cicerón, en el primer libro de sus Tusculanas, donde
hablando de los autores latinos, se expresa en estos términos: :
"Consignar por escrito sus pensamientos cuando se es incapaz de
ordenarlos, de darles valor y de procurar el menor agrado al lector es
el acto de un hombre que abusa sin medida de sus horas libres y de las
letras". Tal precepto del célebre orador habría podido
apartarme de escribir si no hubiese resuelto arriesgar mi reputación
sometiendo este ensayo al juicio del público, antes que narrar la
historia de un tan gran hombre a fin de arreglarla.
Ascendencia de Carlos.
La familia de los
merovingios, de la cual los francos acostumbraban a escoger sus reyes,
reinó hasta Childerico. Este, con el consentimiento del
pontífice romano, fue depuesto y encerrado en un monasterio después de
haberle cortado los cabellos. Pero si la familia terminó con él, desde
hacía mucho tiempo que había perdido el vigor y no se
distinguía más que por el título real. La fortuna y el poder público
estaban en manos de los jefes de su casa, que se llamaban mayordomos de
palacio y a quienes pertenecía el poder supremo; además
del título, el rey no tenía otra satisfacción que ocupar el trono, con
su larga cabellera y su barba colgante. Desde allí figuraba como
soberano, dando audiencias a los embajadores de los diversos
países y encargándoles a su regreso que transmitiesen en su nombre las
respuestas que se le había sugerido o dictado. Salvo este título real
que había llegado a serle inútil, y los precarios medios
de subsistencia que le concedía el mayordomo de palacio, no poseía sino
un dominio propio, de escaso provecho, con su casa y algunos reducidos
servidores a su disposición para proveerlo de lo
necesario.
En sus viajes empleaba
una carreta tirada por bueyes y dirigida rústicamente por un carretero.
Así acostumbraba ir a palacio, dirigirse a la Asamblea
Pública de su pueblo que se reunía anualmente para tratar asuntos del
reino, y regresar a su residencia. La administración y todas las
decisiones y medidas referentes a lo interno y externo del
reino, eran de exclusiva incumbencia del mayordomo de palacio.
Este cargo, en la época
de la deposición de Childerico, le pertenecía a Pipino, padre del rey
Carlos, en virtud de un derecho ya casi hereditario. En
efecto, antes que él, dicho cargo lo había desempeñado en forma
brillante otro Carlos, del cual era hijo, y que se había distinguido
derrotando a los tiranos cuyo poder intentaban imponer en toda
Francia, y obligando a los sarracenos -mediante dos grandes victorias:
una en Aquitania, en Poitiers; la otra cerca de Narbona- a renunciar a
la ocupación de las Galias y a replegarse a España. Y
éste lo había recibido de manos de su propio padre, también llamado
Pipino. Pues el pueblo se había acostumbrado a no confiarlo sino a
quienes se distinguían por el brillo de su nacimiento o la
extensión de sus riquezas.
La Dilatatio Regni.
Campaña contra los lombardos.
Ya su padre, ante las
súplicas del Papa Esteban, los había atacado, no sin antes haber
superado grandes dificultades; algunos de los jefes francos, a
quienes tenía costumbre de consultar, se habían opuesto a su proyecto en
tal forma que le habían manifestado abiertamente que desertarían y
regresarían a sus hogares. La expedición se había realizado
contra Astolfo y había terminado en forma rápida. Pero si las dos
guerras tuvieron una causa análoga, o, mejor dicho, la misma causa, ni
los esfuerzos desplegados ni los resultados fueron
comparables. Pipino, después de haber sitiado al rey Astolfo algunos
días en Tessin, le obligó a entregar rehenes, a restituir a los romanos
las plazas fuertes y los castillos que les había
arrebatado y a jurar no volver a tomar lo que habían entregado. En
cambio, Carlos, una vez que comenzó la guerra, no abandonó la patria
hasta haber obtenido la rendición de Desiderio.
Campaña contra los Sajones.
Ninguna fue tan larga,
más atroz, más penosa para el pueblo franco. Pues los sajones, como casi
todos los pueblos germánicos, eran de una naturaleza
feroz; practicaban el culto a los demonios, se mostraban enemigos de
nuestra religión y no consideraban deshonroso violar o transgredir las
leyes divinas o humanas. El trazado de las fronteras dejaba
cada día la paz a merced de un incidente; siendo llanas, excepto en
algunos puntos, donde bosques y montañas forman una separación neta, las
fronteras eran escenario constante de muertes, rapiñas e
incendios, respondiéndose recíprocamente...
Una vez declarada la
guerra, fue llevada por ambas partes con igual animosidad, aunque con
mayores pérdidas de los sajones, y mantuvo una duración de
treinta años consecutivos. No pudo terminar pronto por la perfidia de
los sajones.
No dejó de vengar su
perfidia e imponerles un justo castigo, marchando él mismo contra ellos o
enviando tropas dirigidas por sus condes. Habiendo
terminado por triunfar sobre los más intransigentes, reduciéndolos a su
merced, deportó con sus mujeres y sus hijos a dos mil que habitaban las
dos riberas del Elba, y los dispersó en pequeños grupos
por las Galias y Germania. Y se sabe que la guerra, después de tantos
años de lucha, no terminó sino cuando los sajones hubieron aceptado las
condiciones exigidas por el rey; abandono del culto a los
demonios y de las ceremonias nacionales, adopción de la fe y sacramentos
de la religión cristiana, fusión con el pueblo franco en un solo
pueblo.
Campaña de España.
Mientras se batía
asiduamente y casi sin interrupción contra los sajones, Carlos, después
de dejar en los sitios convenientes guarniciones a lo largo
de las fronteras, atacó España con todas las fuerzas de que disponía.
Franqueó los Pirineos, recibió la sumisión de todas las fortalezas y
castillos que encontró en su ruta y regresó sin que su
ejército hubiese sufrido pérdida alguna, salvo que sobre la cima misma
de los Pirineos, tuvo de regreso, ocasión de experimentar algo de la
perfidia vasca; como su ejército marchaba disperso en
largas filas, así lo exigía la estrechez del camino, los vascos
emboscados descendieron desde lo alto de las montañas y arrojaron a la
quebrada los convoyes que venían al final y las tropas que
cubrían la marcha de la retaguardia; después, entablada la lucha, los
masacraron hasta el último hombre, dieron cuenta de las vituallas y
finalmente se dispersaron con una rapidez extrema con la
noche que caía a su favor. Los vascos tenían a su favor en estas
circunstancias la ligereza de su armamento y la configuración del
terreno, mientras que los francos estaban embargados por la pesadez
de sus armas y su desventajosa posición. En este combate murieron el
senescal Eginhardo, el conde palatino Anselmo, y Rolando, duque de la
marca de Bretaña, y muchos otros. Esta derrota no pudo
vengarse en el campo porque los enemigos, dados al galope, se
dispersaron y tan bien que nadie pudo saber a qué rincón del mundo
habría sido preciso ir a buscarlos.
Estas son las guerras
que este poderosísimo rey realizó en las diversas partes del mundo, con
tanta prudencia como fortuna, en el curso de los
cuarenta y siete años de su reinado. Así, amplió casi al doble el reino
franco que se le había entregado grande y poderoso. Efectivamente, antes
de él, este reino -exceptuando el país de los alamanes
y de los bávaros que formaban una dependencia- sólo comprendía la parte
de las Galias situada entre el Rhin, el Loira, el Océano y el Mar
Baleárico, y la parte de Germania habitada por los llamados
francos orientales, entre Sajonia, el Danubio, el Rhin y el Saale que
separa el país de los turingios del de los sorabos. A continuación de
las guerras que recordamos, incorporó Aquitania, Gascuña,
toda la Cordillera de los Pirineos, y el país hasta el Ebro, que nace en
Navarra y, dividiendo la fertilísima planicie de España, va a morir al
Mar Baleárico bajo los muros de la ciudad de Tortosa.
Anexó toda Italia que desde Aosta hasta Calabria inferior, donde se
encuentra la frontera entre griegos y beneventinos, se extiende en una
longitud superior al millón de pasos. Añadió Sajonia que
forma parte de Germania, ocupando un espacio de igual largo que el
ocupado por los francos y el doble de ancho. Además incorporó las dos
Panonias, Dacia -sobre la otra orilla del Danubio-, Istria,
Liburnia, Dalmacia, exceptuando las ciudades marítimas que dejó al
emperador de Constantinopla en garantía de amistad y alianza. En fin,
venció y sometió a las tribus de todos los pueblos bárbaros y
fieros de Germania -entre el Rhin, el Vístula, el Océano y el Danubio-
cuyas lenguas se asemejan, diferenciándose bastante por sus costumbres y
modos de vida-. Entre los principales se pueden nombrar
a los quelatabos, los sorabos, los abodritas y los bohemios, contra los
cuales peleó, mientras los otros en mayor número se le rindieron.
Relaciones con los musulmanes.
Con el rey persa Aarón
(Harún-ar-Raschid), del que dependía casi todo el Oriente, excepto la
India, las relaciones fueron tan cordiales que éste
apreciaba su amistad más que la de todos los reyes y príncipes del resto
del mundo, y sólo con Carlos tuvo atenciones y munificencias. Lo
demostró cuando los embajadores de Carlos, después de
ofrendar sus presentes al Santo Sepulcro en el lugar de la Resurrección
del Señor, le fueron a saludar. No se contentó con acceder a sus
peticiones, sino que renunció en favor de Carlos al dominio
sobre los lugares santificados por los misterios de la Redención e hizo
acompañar a los enviados francos en su regreso por una embajada cargada
de considerables presentes; telas, aromas y otros
perfumes del Oriente, que vinieron a añadirse al que le había hecho
algunos años antes para responder a su deseo, al enviarle el único
elefante de que disponía por entonces.
Carlomagno en su vida privada.
Hablaré ahora
de sus cualidades morales, de su extraordinaria constancia en todas las
coyunturas felices o infelices y, de una manera general,
de todo lo que toca a su vida privada e íntima.
Cuando, después de la
muerte de su padre, gobernó el reino a medias con su hermano, soportó
con tal paciencia el odio y los celos de este último que
todos se sorprendieron de no verlo arrebatarse contra él.
Enseguida, por los
consejos de su madre, desposó a la hija del rey de los lombardos
Didiero. La repudió al cabo de un año, no se sabe por qué, y casó
con Hildegarda, una suaba de la alta nobleza. Tuvo tres hijos, Carlos,
Pipino y Luis, y otras tantas hijas, Rotruda, Berta y Gila. Tuvo además
otras tres hijas, Teodrada, Hiltruda y Rotaida, las dos
primeras de su esposa Fastrada, una germana de la raza de los francos
orientales, la tercera de una concubina cuyo nombre ahora se me escapa.
Habiendo muerto Fastrada, desposó a la alamana Liutgarda,
de la cual no tuvo hijos. Después de la muerte de ésta, tuvo cuatro
concubinas: Madelgarda, que le dio una hija llamada Rotilda; Gervinda,
una sajona, de la cual nació una hija llamada Adeltruda;
Reina, que le dio a Drogón y Hugo; y Adelinda, de la cual tuvo a Tierri.
Su madre, Bertrada,
envejeció cerca suyo rodeada de honores; pues él era a su consideración
tan pleno de respeto que jamás surgió entre ellos la menor
discordia, salvo cuando él se divorció de la hija del rey Didiero que
ella le había impulsado a tomar por mujer. Ella terminó por morir
después del deceso de Hildegarda, habiendo visto ya en la casa
de su hijo tres nietos y el mismo número de nietas. El la hizo inhumar
con gran pompa en la basílica de San Dionisio, donde reposa también su
padre.
No tenía más que una
hermana, llamada Gila, dedicada a la vida religiosa desde su juventud y a
la que rodeó de los mismos cuidados que su madre. Murió
ella pocos años antes que él en el monasterio donde su vida había
transcurrido.
Quiso que sus
hijos, los varones como las niñas, fuesen desde el comienzo iniciados en
las artes liberales, estudios a los cuales él mismo se
aplicaba; después a sus hijos, cuando les llegó la edad, hizo enseñar a
montar a caballo, siguiendo la costumbre franca, a manejar las armas y a
cazar; en cuanto a sus hijas, para evitarles embotarse
en la ociosidad, las hizo aprender el trabajo de la lana así como el
manejo de la rueca y el huso e hizo que se les enseñara todo lo que
permitía formar una mujer honesta.
De todos sus hijos, no
perdió más que dos hijos y una hija: Carlos, el primogénito; Pipino, que
había hecho rey de Italia; y a Rotruda, la más vieja
de sus hijas, que había sido prometida al emperador griego Constantino.
Pipino dejó un hijo -Bernardo- y cinco hijas -Adelaida, Atula, Gondrada,
Bertraida, Teodrada- a las cuales el rey testimonió su
afecto decidiendo que el hijo sucediera a su difunto padre y que las
hijas fueran educadas con las suyas propias. Soportó la muerte de sus
hijos y de su hija con menos resignación de la que se
hubiera esperado de su extraordinaria fortaleza de espíritu: su corazón
era tan bueno que no pudo contenerse y se deshizo en llanto.
Asimismo, cuando se le
anunció el deceso del pontífice romano Adriano, su amigo predilecto,
lloró como si hubiera perdido un hermano o un hijo
querido. Puesto que, en la amistad, era perfectamente equilibrado:
dándose fácilmente, con una fidelidad a toda prueba, prometiéndose a
aquellos con los que lo ligaba el afecto más
sagrado.
Tomó en la educación de
sus hijos tal cuidado que, cuando estaban con él, no cenaba nunca sin
ellos y que, sin ellos, nunca se ponía en marcha. Sus
hijos cabalgaban a su lado; sus hijas les seguían cerrando la marcha,
con algunos guardias encargados de velar por ellas.
Tuvo de una
concubina un hijo llamado Pipino, del cual todavía no he hablado,
agradable de figura, pero jorobado. Simulando una enfermedad,
mientras su padre, en lucha con los hunos, pasaba el invierno en
Baviera, complotó contra él con algunos francos de la nobleza, que lo
habían ganado para su causa prometiéndole la corona. Tales
maniobras habiendo sido descubiertas y habiendo sido los rebeldes
condenados, el rey lo autorizó a recibir la tonsura en el convento de
Prüm y, según el deseo que había expresado, a consagrarse a la
vida religiosa.
Anteriormente otro
peligroso complot había estallado contra el rey en Germania. Algunos de
los autores fueron castigados con la pérdida de la vista,
otros fueron liberados sin penas corporales, todos fueron enviados al
exilio; pero ninguno fue muerto, salvo tres de entre ellos que,
defendiéndose con las armas en la mano para evitar ser tomados
prisioneros, y habiendo asimismo ocasionado algunas víctimas, fueron
asesinados a falta de poder ser dominados de otra manera.
De esos complots, la
crueldad de la reina Fastrade fue, se cree, la causa inicial: si se
conspira, en los dos casos, contra el rey, es porque, por
satisfacer la crueldad de su esposa, él estaba, al parecer,
terriblemente alejado de su bondad natural y de su mansedumbre
acostumbrada. Con la cual, todo el resto de su vida, en su casa o fuera
de
ella, supo tan bien conciliarse la simpatía y el afecto de todos, que
nadie le hizo jamás el menor reproche de una injusta violencia.
Amaba a los
extranjeros y los acogía con grandes cuidados. Así su número fue tal
rápidamente que se puede decir, no sin razón, que llegaron a
constituir no sólo una pesada carga para el palacio, sino para el reino.
Pero tenía la suficiente grandeza de espíritu como para no mostrarse
afectado y para encontrar en la reputación de largueza y
en el buen renombre que esta actitud le valía una compensación frente a
todos sus pesares.
De una amplia y
robusta espalda, era de talla elevada, sin nada de excesivo por otra
parte, ya que medía siete pies de altura. Tenía la cima de
la cabeza redondeada, ojos grandes y vivaces, la nariz un poco más larga
que la media, de bellos cabellos blancos, de carácter alegre y
extrovertido. También daba, exteriormente, sentado como de pie,
una fuerte impresión de autoridad y de dignidad. Bien que su cuello era
craso y muy corto y su vientre muy salido, las armoniosas proporciones
de su cuerpo disimulaban tales defectos. Tenía el paso
firme, el porte viril. La voz era clara, sin convenir sin embargo
completamente a su físico. Dotado de una buena salud, no enfermó sino en
los cuatro últimos años de su vida, cuando fue presa de
frecuentes accesos de fiebre y terminó incluso cojeando. Pero no hacía
caso entonces sino a su cabeza, en lugar de escuchar las advertencias de
sus médicos, a los que había tomado aversión porque le
habían aconsejado renunciar a las carnes asadas a las cuales estaba
habituado, y a sustituirlas por viandas cocidas.
Se entregaba
asiduamente a la equitación y a la caza. Era un gusto que tenía de
nacimiento, porque no hay pueblo en el mundo que, en sus ejercicios,
pueda igualar a los francos. Le gustaban también las aguas termales y
frecuentemente se entregaba al placer de la natación, donde destacaba
hasta el punto de no ser sobrepasado por nadie. Fue eso lo
que lo llevó a construir un palacio en Aquisgrán y a residir allí en
forma permanente en los últimos años de su vida. Cuando se bañaba, la
compañía era numerosa: además de sus hijos, sus principales,
sus amigos, también algunas veces la multitud de sus guardias personales
eran invitados a compartir su esparcimiento y llegaba a haber en el
agua con él hasta cien personas o más.
Llevaba el
vestido nacional de los francos: sobre el cuerpo, una camisa y un
calzoncillo de lino; encima, una túnica bordada de seda y un
pantalón; unas cintillas alrededor de las piernas y los pies; un chaleco
de piel de nutria o de rata le protegía en invierno la espalda y el
pecho; se envolvía en un sayo azul y tenía siempre
colgando a un costado una espada cuya empuñadura y vaina eran de oro o
plata. Algunas veces ceñía una espada decorada con pedrerías, pero sólo
los días de grandes fiestas o cuando tenía que recibir a
embajadores extranjeros. Si embargo, desdeñaba los vestidos de otras
naciones, incluso los más bellos, y, cualquiera que fuesen las
circunstancias, se rehusaba a ponérselos. No hizo excepción sino en
Roma donde, una primera vez a petición del Papa Adriano y una segunda
vez a instancias de su sucesor León, vistió la larga túnica y la clámide
y calzó zapatos a la moda de los romanos. Los días de
fiesta llevaba un vestido tejido de oro, calzados decorados con
pedrerías, una fíbula de oro para abrochar su sayo, una diadema del
mismo metal y decorada también con pedrería; pero los demás días,
su vestimenta difería poco de las de los hombres del pueblo o del común.
Se mostraba
sobrio en el comer y el beber, sobre todo en el beber: ya que la
embriaguez, que proscribió tanto para él como para los suyos, le
causaba horror en quienquiera que fuese. En la comida, le era difícil
limitarse tanto, y se quejaba con frecuencia por serle incómodos los
ayunos.
Se regalaba con
banquetes muy raramente, y solamente en las grandes fiestas, y siempre
con gran compañía. Normalmente, la cena no se componía sino de
cuatro platos, fuera del asado que los monteros tenían costumbre de
poner en la asadera y que era su plato predilecto. Durante la comida,
escuchaba un poco de música o alguna lectura. Se le leía la
historia y los relatos de la Antigüedad. Le gustaba también hacerse leer
las obras de San Agustín y, en particular, aquella titulada La Ciudad
de Dios.
Era tan sobrio en el
vino y en toda clase de bebidas que bebía raramente más de tres veces
por comida. En verano, después de la comida del mediodía,
tomaba algunas frutas, se volcaba una vez más a beber, después,
desvistiéndose y descalzándose cuando ya era de noche, reposaba dos o
tres horas. En la noche su sueño era interrumpido cuatro o cinco
veces, y no sólo se despertaba, sino que se levantaba cada vez.
Una vez vestido,
recibía diversas personas fuera de sus amigos. Si el conde de palacio le
señalaba un proceso que reclamaba una decisión de su parte,
hacía rápidamente introducir a palacio a los litigantes y, como si
estuviera en un tribunal, escuchaba la exposición del asunto y
pronunciaba sentencia. Era también el momento cuando regulaba el
trabajo de cada servicio y daba sus órdenes.
Tenía una
elocuencia copiosa y exuberante, expresando con suma facilidad todo lo
que quería. No contento con su lengua, se afanó en aprender
extranjeras. Aprendió el latín tan bien que se expresaba
indiferentemente en esa lengua o en la lengua materna. No fue lo mismo
con el griego, que podía comprenderlo mejor que hablarlo. Más encima,
tenía una soltura de palabra que rayaba casi en el exceso.
Cultivaba con pasión
las artes liberales y, lleno de veneración hacia quienes las enseñaban,
los colmaba de honores. En el estudio de la gramática,
seguía las lecciones del diácono Pedro de Pisa, entonces en su vejez; en
las otras disciplinas, su maestro fue Alcuino, llamado Albinus, diácono
también, un sajón originario de Bretaña, el hombre más
sabio que existía entonces. Consagró mucho tiempo y esfuerzo en aprender
junto a él la retórica, la dialéctica y sobre todo la astronomía.
Aprendió el cálculo y se aplicó con atención y sagacidad a
estudiar el curso de los astros. Quiso también aprender a escribir y
tenía el hábito de colocar bajo el almohadón de su cama tablas y hojas
de pergamino, con el fin de aprovechar sus instantes de
ocio para ejercitarse dibujando letras; pero como se aplicó tardíamente,
el resultado fue mediocre.
Practicó
escrupulosamente y con gran fervor la religión cristiana, en la cual
había estado imbuido desde su más tierna infancia. Incluso
construyó en Aquisgrán una basílica de gran belleza, que adornó de oro y
plata y candelabros, como también de balaustradas y de puertas de
bronce macizo; y, como no podía procurarse de otra parte las
columnas y los mármoles necesarios para su construcción, los hizo traer
de Roma y Ravenna.
No dejaba nunca, cuando
gozaba de buena salud, de ir a aquella Iglesia mañana y tarde; volvía
para el oficio de noche y para la misa. Velaba con
solicitud en todo lo que allí pasaba con el más grande decoro, y
frecuentemente recomendaba a los sacristanes velar en lo que allí se
aportaba para no dejar nada impropio o indigno de la santidad del
lugar. La proveyó ampliamente de vasos sagrados de oro y de plata y de
una cantidad suficiente de vestidos sacerdotales para que nadie -ni los
porteros, que están en el último escalón de la jerarquía
eclesiástica- se encontrara en la necesidad de ejercer su ministerio en
vestidos comunes.
Se empleó también con
diligencia en corregir la manera de leer y de salmodiar, siendo él mismo
muy experimentado en la materia, aunque no leía en
público y no cantaba sino a media voz con el resto de la concurrencia.
Solícito en
socorrer a los pobres y en hacer aquellas larguezas desinteresadas que
los griegos llaman "limosnas" (eleemosyne), no la empleó
solamente en su patria y su reino, sino que tenía la costumbre de enviar
dinero más allá de los mares: a Siria, a Egipto y a Africa -a
Jerusalén, Alejandría y Cartago, donde él había sabido que
vivían en la pobreza cristianos en quienes la miseria excitaba su
compasión; y si buscó la amistad de los reyes de ultramar, fue sobre
todo para procurar a los cristianos que se encontraban bajo su
dominación algún alivio y algún consuelo.
Más que todos los otros
lugares santos y venerables, la Iglesia del bienaventurado apóstol
Pedro en Roma era objeto de su devoción. Consagró para
dotarla cantidades de oro, de plata y de piedras preciosas; envió a los
pontífices ricos e innumerables presentes; y en ningún momento de su
reinado nada le agradó más a su corazón que el trabajar
con todos sus medios y emplear todas sus fuerzas en restablecer el
antiguo renombre de Roma y asegurar por su generosidad a la Iglesia de
San Pedro, además de la seguridad y la protección, los
ornamentos y una fortuna que la colocaran por sobre todas las otras. Y,
sin embargo, él no fue sino cuatro veces en el curso de los cuarenta y
siete años de su reinado para cumplir con sus votos y
hacer sus devociones.
El último
viaje que Carlos hizo a Roma tuvo, pues, otras causas. Los romanos
habían colmado de violencias al pontífice León -saltándole los
ojos y cortándole la lengua- y le habían constreñido a implorar la ayuda
del rey. Viniendo pues a Roma para restablecer la situación de la
Iglesia, fuertemente comprometido por estos incidentes, pasó
allí el invierno. Fue entonces que recibió el título de emperador y de
augusto. Se mostró al principio tan descontento que habría renunciado,
afirmaba, a entrar en la Iglesia ese día, bien que era
día de gran fiesta, si hubiera sabido de antemano el plan del pontífice.
No soportaba sino con una gran paciencia la envidia de los emperadores
romanos, que se indignaron por el título que había
tomado, y gracias a su magnanimidad que tanto lo elevaba por sobre
ellos, llegó, enviándoles numerosas embajadas y dándoles el título de
"hermanos" en sus cartas, a vencer finalmente su
resistencia.
Cuando hubo
adquirido el título imperial, observando que había en las leyes de su
pueblo múltiples lagunas -pues los francos tenían dos leyes,
muy diferentes entre sí en muchos puntos- se propuso completarlas,
haciéndolas concordar al mismo tiempo que corrigiendo los errores y las
faltas de redacción; pero no llevó a cabo su proyecto, sino
que se contentó al menos con insertar en el texto, sin tampoco acabarlo,
un pequeño número de artículos adicionales. Al menos hizo reunir y
consignar por escrito las leyes, transmitidas hasta
entonces por tradición oral, de todos los pueblos que estaban bajo su
dominio.
Transcribió también,
para que el recuerdo no se perdiera, los más antiguos poemas bárbaros
que cantaban la historia y las guerras de los viejos reyes.
Concibió, por otra parte, una gramática de la lengua nacional.
A todos los meses dio
nombre en su lengua materna, y hasta ahora entre los francos se les
designa a unos por su nombre latino y a otros por su nombre
bárbaro; lo mismo hizo para cada uno de los doce vientos, de los cuales
cuatro a lo más eran designados antes que él en su lengua. Para los
meses los nombres elegidos fueron los siguientes: enero,
wintarmanoth; febrero, hornung; marzo, lentzinmanoth; abril,
ostarmanoth; mayo, winemanoth; junio, brachmanoth; julio, heuvimanoth;
agosto, aranmanoth; septiembre, witumanoth; octubre, windumemanoth;
noviembre, herbistmanoth; diciembre, heilagmanoth. Para los vientos,
decidió que el viento del este sería llamado ostroniwint, el del sudeste
ostsundroni, el del sudsudeste sundostroni, el del sur
sundroni, el del sudsudoeste sundwestroni, el del sudoeste westsundroni,
el del oeste westroni, noroeste westnordroni, el del nornoroeste
nordwestroni, el del norte nordroni, el del nornordeste
nordostroni, el del nordeste ostnordroni.
Muerte de Carlomagno
Al final de su
vida, cuando ya se encorvaba bajo el peso de la enfermedad y la vejez,
hizo llamar cerca de sí al rey Luis de Aquitania, el único
hijo que le quedaba de su matrimonio con Hildegarda, y, en presencia de
los principales de todo el reino franco, reunidos en asamblea general,
con el consentimiento de todos, lo asoció al gobierno
del conjunto del reino y lo designó como heredero del título imperial;
después, habiéndole puesto la diadema sobre la cabeza, prescribió
llamarle en adelante emperador y augusto. La decisión fue
recibida muy favorablemente por toda la concurrencia, pues parecía
inspirada por Dios para el bien del reino. Su majestad se acrecentó
entonces y las naciones extranjeras experimentaron un gran
terror. Después, envió a su hijo a Aquitania y, en cuanto a él, a pesar
de su edad, partió, como de ordinario, a la cacería en los alrededores
de su palacio de Aquisgrán, empleando así el otoño, para
volver enseguida a Aquisgrán hacia las calendas de noviembre.
Como pasó allí el
invierno, fue presa, en el mes de enero, de una fuerte fiebre y debió
guardar cama. Inmediatamente, como hacía habitualmente en caso
de fiebre, se puso a dieta, pensando poder así eliminar la enfermedad o
al menos atenuarla. Pero la fiebre se complicó con un dolor al costado
-lo que los griegos llaman pleuresía- y como continuaba
observando la dieta y no sostenía su cuerpo más que con ciertas raras
bebidas, el séptimo día después de haberse acostado, habiendo recibido
la santa comunión, murió a los setenta y dos años y en el
cuadragésimo séptimo de su reinado, el cinco de las calendas de febrero,
en la hora tercia del día.
Su cuerpo,
siguiendo el rito, una vez lavado y amortajado, fue llevado a la
iglesia e inhumado en medio de la desolación del pueblo todo.
Se dudaba primero sobre el lugar donde debería reposar, ya que, en vida,
nada había prescrito al respecto. Finalmente se acordó reconocer que
ningún emplazamiento podría convenir mejor para su tumba
que la basílica que él mismo había construido a su costa en Aquisgrán
por amor de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo y en honor de su Santa
Madre, eternamente virgen. Se le enterró el mismo día de su
muerte y se puso su tumba bajo un arco dorado con su retrato y una
inscripción, cuyo texto era éste:
Bajo esta piedra reposa el cuerpo de Karlos, grande y ortodoxo emperador, que noblemente acrecentó el reino de los francoas y durante XLVII años lo gobernó felizmente. Murió septuagenario el año del señor DCCCXIV, el V de las calendas de febrero.
Los tres años antes, en
los últimos tiempos de su vida, hubo frecuentes eclipses de sol y de
luna; durando siete días, se notó en el sol una marca de
color negro. Un pórtico que el rey había hecho levantar con gran
cantidad de materiales entre la basílica y el palacio se derrumbó
súbitamente por completo el día de la Ascensión del Señor. Después,
habiendo el fuego tomado por azar el puente de madera que él había
puesto sobre el Rhin en Maguncia -ese puente que había demandado más de
diez años de ruda labor y que había sido tan admirablemente
construido que parecía iba a ser eterno- el incendio creció tan rápido
que al cabo de tres horas, excepción hecha de aquellas partes cubiertas
por el agua, se consumió por entero y de él no quedó ni
una tabla.
Carlos mismo fue
víctima de un accidente significativo en el curso de una expedición a
Sajonia contra el rey danés Godefrido. Un día que había dejado
el campo y se había puesto en marcha antes de que el sol se levantara,
vio repentinamente una antorcha descender milagrosamente desde un cielo
sereno y atravesar el aire de derecha a izquierda. Y
mientras se preguntaba qué es lo que significaba ese fenómeno, el
caballo que montaba bajó bruscamente la cabeza y cayó precipitándolo a
tierra con tal violencia que la fíbula de su manto se rompió y
la vaina de su espada fue arrancada. Cuando sus servidores, testigos del
accidente, se precipitaron para levantarlo, le encontraron sin armas,
sin manto, y se recogió al menos a veinte pies de
distancia un venablo que se le había escapado de las manos en el momento
de su caída.
A ello se vinieron a
sumar frecuentes sacudidas que remecieron el palacio de Aquisgrán y
continuos crujidos en el techo de las habitaciones donde él
estaba. Después un rayo cayó sobre la basílica donde más tarde fue
enterrado, arrancando el remate de oro que pasaba por encima del techo y
lo proyectó sobre la casa vecina, que servía de residencia
al obispo
Halphen, L., C.H.F., 2ª Ed., 1938, en: Tessier, G., Charlemagne,
Albin Michel, 1967, Paris, pp. 195-215.
FRAGMENTOS DE LA "HISTORIA FRANCORUM" DE GREGORIO DE TOURS
A la muerte de
Childerico, su hijo Clodoveo le sucedió. Siagrio, rey de los romanos
(romanorum rex), estaba instalado en la ciudad de Soissons que
había pertenecido a su padre Egidio. El quinto año de su reinado,
Clodoveo, acompañado de su pariente, el rey Ragnacario, marchó contra él
y le instó a preparar un campo de batalla. Siagrio no temió
recoger el desafío. En el curso del combate, viendo la desbandada de los
suyos, dio la vuelta y huyó al galope hasta Toulouse, hasta donde el
rey Alarico. Clodoveo conminó a Alarico para que se lo
entregase, o, en su defecto, le haría la guerra. Temiendo provocar la
cólera de los francos -es un hecho que los godos siempre les han temido-
Alarico entregó a Siagrio a los enviados de Clodoveo,
quien le tomó prisionero y, después de haber puesto la mano sobre su
reino, mandó asesinarlo secretamente.
En aquel tiempo muchas
iglesias fueron tomadas (depredatae) por Clodoveo con su ejército,
porque aún estaba envuelto por los fanáticos errores.
Entonces, de cierta iglesia sustrajeron una jarra (urceum), de admirable
magnitud y belleza, junto con los restantes ornamentos del ministerio
eclesiástico. El obispo de la iglesia manda, en tanto,
un enviado suyo al rey, solicitando que, si no merece recibir otro de
los vasos sagrados, al menos recibiese su iglesia la jarra. Enterándose
de esto el rey dijo al nuncio: "Síguenos hasta Soisssons,
porque allí, reunidas las cosas adquiridas, serán divididas. Y cuando la
suerte me dé (sors dederit mihi) aquel vaso que el Papa pide,
cumpliré". Una vez llegados a Soissons, y la carga del botín
adquirido puesta en medio (cunctum onus praedae in medio possitum), dijo
el rey: "Os ruego, valientes guerreros, que al menos este vaso no me
neguéis conceder fuera de la parte". Habiendo dicho esto
el rey, aquellos cuya mente era más sana dijeron: "Todas las cosas que
contemplamos, glorioso rey, son tuyas, y aún nosotros mismos estamos
subyugados a tu dominio (tuo domino subiugati sumus).
Ahora, lo que te parezca que hay que hacer, hazlo; pues nadie puede
resistir tu poder (potestati)". Cuando estas palabras así habían dicho,
uno cualquiera (levis), envidioso y ligero de genio
(invidus ac facilis), levantando el hacha de doble filo golpea el vaso
diciendo con gran voz: "Nada tomes sino lo que la suerte verdadera (sors
vera) te conceda". Con esto todos quedaron
estupefactos, el rey redujo su ofensa con la bondad de su paciencia y
entregó la jarra al nuncio eclesiástico, conservando la herida recibida
en su pecho. Transcurrido un año, ordenó (iussit) que
toda la falange viniese con todo el conjunto de las armas, para mostrar
el resplandor (nitorem) de estas armas en el Campo de Marte. Allí decide
recorrer al conjunto y llega al que golpeara la jarra,
al cual dice: "Ninguno lleva las armas tan descuidadas como tú; ni la
lanza (hasta) ni la espada (gladius), ni el hacha (securis), te son
útiles". Y agarrando su hacha la arrojó a la tierra. Y cuando
aquel se hubiese inclinado un poco para recogerla, el rey, con las manos
elevadas, hendió con su hacha la cabeza de aquél. "Así, dijo, tú
hiciste a aquel vaso en Soissons". Muerto el cual ordenó
retirarse a los demás, estableciendo en ellos un gran temor de sí.
Emprendió muchas guerras y obtuvo muchas victorias. El décimo año de su
reinado, hizo la guerra a los turingios, y los sometió a su
autoridad.
Gondioc, rey de los
Burgundios, del linaje del rey perseguidor Atanarico, de quien ya nos
hemos ocupado más arriba, tenía cuatro hijos: Gondebaudo,
Godegisilo, Chilperico y Godomer. Gondebaudo asesinó a su hermano
Chilperico haciendo tirar al agua a la mujer, con una piedra al cuello, y
exilió a las dos hijas; la mayor, que tomó el velo, se
llamaba Crona; la menor, Clotilde. Con ocasión de una de las numerosas
embajadas enviadas por Clodoveo a los burgundios, sus enviados
encontraron a la joven Clotilde. Informaron a Clodoveo de la
gracia y de la sabiduría que habían constatado en ella y de los informes
que habían recibido acerca de su origen regio. Sin tardar, la pidió en
matrimonio a Gondebaudo. Este, considerando las
consecuencias de una negativa, la remitió a los enviados que se
apresuraron en llevarla ante Clodoveo. Al verla el rey quedó encantado y
la desposó, a pesar de que una concubina le había dado ya un
hijo, Thierry.
De la reina Clotilde
tuvo un primer hijo. Deseando bautizarlo, insistía a su marido: "Los
dioses que tú veneras no son nada, incapaces son de
ayudarte, ni de atender los deseos de cualquier otro. Son ídolos de
piedra, de madera o de metal. Los ridículos nombres que les das no son
nombres divinos, son hombres los que los han llevado, lo
testimonia Saturno de quien se dice que huyó por temor a ser destronado
por su hijo, lo testimonia Júpiter mismo, mancillado con el fango de
todos los estupros, corrompiéndose con hombres, sin
respetar sus propios parientes, él, que no se podía contener de
compartir el lecho con su propia hermana, como ella misma lo dijo,
hermana y esposa de Júpiter. ¿De qué han sido capaces Marte y
Mercurio? Esos son unos hechiceros, su poder no es de origen divino. El
Dios al que hace falta rendir culto, es aquel cuya palabra ha sacado de
la nada el cielo, la tierra, el mar y todo lo que ellos
encierran, que ha iluminado el sol, llenado el firmamento de estrellas,
poblado las aguas de peces, la tierra de seres vivos, el aire de aves.
Es por su voluntad que los campos producen las cosechas,
los árboles los frutos, las viñas las uvas, es de su mano que el género
humano ha sido creado. Gracias a su liberalidad, la creación entera está
al servicio del hombre, le está sometida y le colma de
sus beneficios". La reina decía bien, pero el corazón del rey permanecía
insensible a las exigencias de la fe. Clodoveo replicaba: "Es por orden
de nuestros dioses que todo está creado y sale de la
nada. Sin embargo es claro que el tuyo nada puede, igualmente no tenemos
la prueba de que sea de raza divina". No obstante la reina, obedeciendo
a su fe, pidió el bautismo para su hijo; hizo tapizar
la iglesia de velos y de tinturas para que el rito incitara a la
creencia a quien sus palabras no alcanzaban a tocar. Ahora bien, el
niño, bautizado con el nombre de Ingomer, murió revestido de la
ropa bautismal (in albis obit). Por ello el rey, irritado, se encolerizó
con la reina: "Si el niño hubiera sido consagrado a mis dioses,
ciertamente que habría vivido; pero porque ha sido bautizado
en el nombre del vuestro, le ha sido imposible vivir". A lo cual la
reina respondió: "Agradezco a Dios Todopoderoso, creador de todas las
cosas, que me ha hecho a mí, indigna, el honor de abrir su
reino al fruto de mis entrañas. Mi alma no ha sido dañada por el dolor,
porque, lo sé, arrebatado de este mundo en la inocencia bautismal, mi
hijo se nutre de la contemplación de Dios". Ella tuvo
luego otro hijo que recibió en su bautismo el nombre de Clodomir.
Habiendo éste enfermado, el rey dijo: "No le podía pasar sino lo que a
su hermano, es decir, morir tan pronto como hubiese sido
bautizado en el nombre de vuestro Cristo". Pero gracias a las oraciones
de su madre, el niño se restableció bajo la orden del Señor.
La reina no cesaba de
rogarle para que conociera al verdadero Dios y abandonase los ídolos;
pero no pudo sacarlo de esta creencia hasta el día en que
fue declarada la guerra contra los alamanes, guerra en el curso de la
cual fue impulsado por la necesidad a confesar lo que había renunciado
hacer voluntariamente. Llegó el momento, en efecto, en que
el conflicto entre los dos ejércitos degeneró en una violenta masacre y
el ejército de Clodoveo estaba a punto de ser exterminado. Viendo esto
elevó los ojos al cielo y, con el corazón compungido,
emocionado hasta las lágrimas, dijo: "Oh, Jesucristo, al que Clotilde
proclama hijo del Dios vivo, tú que ayudas a aquellos que sufren y que
le das la victoria a aquellos que tienen fe en ti, te
imploro devotamente la gloria de tu asistencia; si tú me das la victoria
sobre estos enemigos y si experimento la virtud milagrosa, que el
pueblo consagrado a tu nombre se dé cuenta que ella viene de
ti, creeré y me haré bautizar en tu nombre. Yo, en efecto, he invocado
mis dioses, pero, como ya me he dado cuenta, se han abstenido de
ayudarme. Creo, pues, que ello se debe a que no tienen poder
alguno, puesto que no vienen en socorro de sus servidores. Es a ti a
quien invoco ahora, es en ti en quien deseo creer, tanto como pongas en
fuga a mis adversarios". Apenas dijo estas palabras, los
alamanes dieron vuelta la espalda y comenzaron a huir. Como su rey había
muerto en el combate, se rindieron a Clodoveo diciendo: "Por piedad, no
dejes morir más gente, en adelante haremos lo que
desees", y él, habiendo terminado así la guerra, después de comunicar al
pueblo la paz contraída, entra y le cuenta a la reina cómo, invocando
el nombre de Cristo, había obtenido la victoria. [Todo
esto sucedió a los quince años de su reinado].
Entonces la reina hizo
venir a escondidas a San Remigio, obispo de la ciudad de Reims, para
fortalecer en el rey "la palabra de la
Salvación".
El obispo lo llamó en
secreto y le instó a que creyera en el verdadero Dios, creador del cielo
y de la tierra, y abandonara los ídolos que no podían
serle útiles ni a él ni a nadie. Pero este último respondió: "Te he
escuchado atentamente, muy santo padre; sin embargo, hay que considerar
que el pueblo que me sigue no tolerará abandonar sus
dioses; en todo caso yo les hablaré conforme a tu palabra". Se devolvió
hasta donde estaban sus hombres y en el momento mismo que tomó la
palabra, el poder de Dios se le adelantó y todo el pueblo
gritó al unísono: "A los dioses mortales los rechazamos, piadoso rey; es
al Dios inmortal que predica Remigio al que estamos dispuestos a
seguir". Estas noticias le fueron comunicadas al prelado.
Este, lleno de gozo, hizo preparar la pila bautismal. Las calles fueron
cubiertas con guirnaldas de colores, la Iglesia adornada con cortinas
blancas, el bautisterio preparado, fueron esparcidos
perfumes, fragantes cirios brillaban, todo el bautisterio estaba
impregnado de un olor divino, y Dios colmó de tal manera a los
asistentes con su gracia, que estos se sentían transportados a los
perfumes del Paraíso. Clodoveo fue el primer rey que pidió ser bautizado
por el pontífice. Avanzó, cual nuevo Constantino, hacia la pila
bautismal, que había borrado la enfermedad de una vieja lepra,
para limpiar, con agua fresca, las sórdidas manchas antiguamente
adquiridas. Cuando entró para el bautismo, el santo de Dios se dirigió
hacia él con voz elocuente en estos términos: "Despójate
humildemente de tus collares (mitis depone colla: inclina humildemente
la cerviz). Oh, Sicambrio, adora lo que quemaste, quema lo que
adoraste".
San Remigio era un
obispo de cultura notable, impregnado de retórica, pero también se
distinguió por su santidad, e igualaba a Silvestre por sus
milagros; existe en nuestros días un libro de su vida que cuenta cómo
resucitó a un muerto. Así, pues, el rey, habiendo confesado al Dios
Todopoderoso en su intimidad, fue bautizado en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y ungido con los santos óleos con
el signo de la cruz de Cristo. Más de tres mil hombres de su ejército
fueron también bautizados, y su hermana Albofleda quien,
poco tiempo después, se fue hacia el Señor. Como Clodoveo estaba
afligido por esta muerte, recibió de San Remigio una carta de
consolación que decía al comienzo: "Me abruma, sí, me abruma mucho, la
desgracia que os entristece, a saber la partida de vuestra hermana de
buena memoria, Albofleda. Pero tenemos en quien consolarnos, porque ella
ha dejado este mundo en tales condiciones que merece la
envidia más que las lágrimas". Otra hermana de Clodoveo, Lantilde, que
había caído en la herejía arriana, se convirtió. Después de haber
confesado la igualdad del Hijo y del Espíritu Santo con el
Padre, fue ungida con el santo crisma.
En aquel tiempo
Gondebaudo y su hermano Godegiselo reinaban en las regiones del Ródano y
del Saona, incluida la región de Marsella. Pertenecían, ellos
y sus pueblos, a la secta arriana. Se combatían el uno al otro cuando
Godegiselo, al corriente de las victorias de Clodoveo, le despachó
secretamente enviados encargados de decirle de su parte: "Si
tú me ayudas a combatir a mi hermano, de manera que pueda hacerlo morir
en la guerra, o capturarlo al menos, te pagaré todos los años el tributo
que tú quieras imponerme". Clodoveo recibió
favorablemente sus insinuaciones, le prometió la ayuda que sería
necesaria y al momento hizo poner en marcha a su ejército contra
Gondebaudo. Al enterarse, Gondebaudo, que ignoraba la traición de su
hermano, le mandó decir: "Ven en mi ayuda, ya que los francos se han
puesto en marcha contra nosotros y se dirigen hacia nuestro país para
apoderarse de él. Unámonos pues contra un pueblo que nos
desea el mal, y temo que, si lo enfrentamos separadamente, sufriremos la
suerte de otros pueblos". El otro respondió: "Iré con mi ejército y te
ayudaré". Habiendo avanzado Clodoveo contra Gondebaudo
y Godegisilo, los tres ejércitos, con todo su aparato de guerra, se
encontraron bajo los muros de la fortaleza de Dijon. Mientras se
enfrentaban sobre las riberas del Ouche, Godegisilo obró su unión
con Clodoveo y los dos ejércitos aniquilaron a las tropas de Gondebaudo.
Este, tomando conciencia de la traición de su hermano, de la cual no
sospechaba, volvió la espalda y emprendió la fuga.
Descendió por el Ródano y entró en Avignon. Por su parte, Godegisilo,
una vez conseguida la victoria, ofrecida una parte de su reino a
Clodoveo, se retiró tranquilamente y entró triunfalmente en
Vienne, como si él fuera ya el único señor. Después de haber recibido
refuerzos, Clodoveo se dio a la persecución de Gondebaudo con la
intención de capturarlo en Avignon y de hacerlo morir. Este,
dándose cuenta de que estaba amenazado de muerte violenta, fue presa del
terror. Entonces hizo venir a Aredius, hombre ilustre, valiente y
prudente, que se encontraba con él: "Los peligros se me
presentan por todas partes, le dijo, y no sé qué hacer, ya que los
bárbaros han venido hasta nosotros para exterminarnos y confundir todo
el país". Aredius responde: "Para evitar la muerte, tienes
que apaciguar a ese hombre feroz. Así, con tu venia, fingiré dejarte y
pasarme a su lado. Una vez admitido en su presencia, obraré de tal
manera que tú y este país sean tratados bien. Ten cuidado
solamente de satisfacer las exigencias que inspiradas por mí él te hará
saber, hasta que el Señor, en su misericordia, se digne tomar tu causa
en su mano". Y él: "Actuaré de acuerdo a las
instrucciones que tú me darás". Así, Aredius se despidió, fue y se
presentó delante de Clodoveo diciéndole: "Muy piadoso rey, he aquí que
yo, tu humilde servidor, vengo hacia tu poder, abandonando al
miserable Gondebaudo. Si tu piedad se digna a recibirme, tú y tus
sucesores tendrán en mí un servidor íntegro (integer) y fiel (fidelis)".
Clodoveo lo recibió solícitamente y lo retuvo cerca de sí.
Era, en efecto, un conversador agradable, un consejero seguro, un
espíritu juicioso, un mandatario fiel. Cuando Clodoveo hizo rodear la
ciudad con su ejército, Aredius le dijo: "Si la gloria de tu
grandeza se digna acoger los modestos propósitos de mi bajeza, aunque tú
no tienes necesidad de consejos, te daré el mío de toda buena fe,
conforme a tu interés y al de todas aquellas ciudades por
las cuales tú tienes la intención de pasar. ¿Por qué, agregó,
inmovilizar tu ejército delante de un enemigo atrincherado en una
fortaleza? Saqueas sus campos, dejas sus pastos inutilizables,
destruyes sus viñas, abates sus olivares y destruyes todas las cosechas
del país y, haciéndolo, no llegas a ningún resultado. Envíale mejor
embajadores e impónle un tributo que habrá de pagarte cada
año. Así el país será liberado y serás para siempre el señor de tu
tributario. Si rehusa, haz entonces como te plazca". El rey, habiendo
tomado este consejo en consideración, hizo entrar sus
ejércitos en sus hogares y envió embajadores a Gondebaudo para
prescribirle el pago de un tributo anual. Gondebaudo pagó una primera
anualidad, y prometió pagar las siguientes.
Después, habiendo
retomado fuerzas y negándose en adelante a pagar el tributo prometido a
Clodoveo, movilizó su ejército contra su hermano Godegisilo
y lo encerró en Vienne, que sitió. Después que los alimentos comenzaron a
faltar al bajo pueblo, Godegisilo ordenó expulsarlos de la ciudad
temiendo él mismo ser privado de alimentos. Entre los
expulsados se encontraba el artesano encargado de la mantención del
acueducto. Indignado por haber sido echado con los otros, fue en su
cólera a encontrar a Gondebaudo para indicarle el modo de
vengarse de su hermano y penetrar en la ciudad. Bajo su conducción, el
ejército se introdujo en el acueducto, precedido de una tropa de hombres
que llevaban palancas de hierro. Había allí un
respiradero clausurado por una gran piedra. Dirigidos por el artesano,
los hombres la levantaron con sus palancas, penetrando en la ciudad y
sorprendiendo por detrás a los arqueros que custodiaban la
muralla. Al son de la trompeta, que resonó desde el medio de la ciudad,
los sitiadores se apoderaron de las puertas por las cuales, una vez
abiertas, entraron. Aprisionados entre los dos grupos
armados, los habitantes de la ciudad fueron masacrados de una y otra
parte, y Godegisilo buscó un abrigo en la iglesia de los heréticos donde
fue asesinado junto con el obispo arriano. En cuanto a
los francos que estaban con Godegisilo, se reunieron en una torre.
Gondebaudo prohibió hacer el menor mal a alguno de ellos, sino que,
habiéndose apoderado de sus personas, los envió exiliados a
Toulouse cerca del rey Alarico, mientras que hizo dar muerte a los
senadores y a los burgundios que habían hecho causa común con
Godegisilo. Después restableció su autoridad sobre toda la región que
hoy llamamos Burgundia. Dio a los burgundios leyes más suaves, para que
los romanos no fuesen oprimidos.
Después de haber
reconocido la necedad de las doctrinas heréticas y confesado la igualdad
de Cristo, Hijo de Dios, y del Espíritu Santo, pidió a San
Avito, obispo de Vienne, la unción del santo crisma. "Si tienes
verdaderamente fe, le dijo el obispo, es menester poner en práctica lo
que el mismo Señor nos ha enseñado en estos términos: Aquel que
me haya confesado delante de los hombres, yo le confesaré también
delante de mi Padre que está en los cielos; el que me haya despreciado
delante de los hombres, lo despreciaré también delante de mi
Padre que está en los cielos. Instruyendo a sus santos y bienaventurados
apóstoles sobre las pruebas de la persecución futura, les dio estos
consejos: Cuídense de los hombres. Los harán comparecer en
sus asambleas y los fustigarán en sus sinagogas y comparecerán a causa
de mí delante de los reyes y los magistrados para ser mis testimonios
ante ellos y ante las naciones. Y, aunque tú eres rey y no
tienes miedo de ser detenido por quienquiera que sea, temiendo una
sedición de tu pueblo no confiesas públicamente al Creador de todas las
cosas. Deja esa loca inconsecuencia y eso que dices creer de
corazón, proclámalo frente a tu pueblo. En efecto, como dice el
bienaventurado apóstol: Es la fe del corazón la que justifica y la
confesión la que salva, y asimismo el profeta: Te confesaré, Señor,
en una gran asamblea, te alabaré en medio de un pueblo numeroso, y
además: Te confesaré en medio de los pueblos, cantaré un salmo en honor
de tu nombre entre las naciones. Temiendo a tu pueblo, oh
rey, ignoras que es a él a quien corresponde participar de tu fe, y no a
ti de su error. Eres tú la cabeza del pueblo, y no el pueblo la cabeza
tuya. Si vas a la guerra vas a la cabeza de tus
ejércitos que te siguen a donde vas. Es mejor, pues, que las gentes
conozcan la verdad bajo tu dirección que dejarlas en el error junto con
tu desaparición, pues uno no se burla de Dios y El no
quiere a quienes a causa de un reino terrestre no le confiesan delante
del mundo". El bienaventurado Avito era en ese tiempo un hombre de gran
elocuencia. En el momento en que nacieron en
Constantinopla las herejías enseñadas por Eutiquio y Sabelio, a saber
que no habría nada de divino en Nuestro Señor Jesucristo, tomó la pluma
contra ellos a solicitud de Gondebaudo. Poseemos esas
cartas admirables, que, así como entonces confundieron la herejía,
edifican hoy día a la Iglesia de Dios. Escribió un libro de homilías,
seis libros en verso sobre el origen del mundo y sobre
diversas otras cosas, nueve libros de cartas entre las cuales se
encuentran aquellas de las que acabamos de hablar. Expone en una homilía
sobre las Rogationes que tales solemnidades, celebradas por
nosotros antes del triunfo de la Ascensión del Señor, fueron instituidas
por Mamerto, obispo de Vienne, en el tiempo de su episcopado, con
ocasión de sucesos extraordinarios que aterrorizaron a la
ciudad. Ella fue sacudida por frecuentes temblores y la ciudad era presa
de ciervos y lobos que, atravesando las puertas, la recorrían
completamente, como lo escribió Avito, sin temor alguno. Todo
eso duró un año, cuando, al aproximarse las fiestas pascuales, la
devoción del pueblo entero esperaba de la misericordia de Dios que los
días de la gran solemnidad pusieran término a su espanto.
Pero, durante el transcurso de la gloriosa noche, durante la celebración
de la misa, el palacio real, situado en el recinto, es de pronto
abrasado por un fuego celeste. Mientras la multitud aterrada
sale de la Iglesia y se imagina que la ciudad entera va a ser o bien
consumida por el incendio o bien se va a hundir en la tierra
entreabierta, el santo obispo, prosternado delante del altar,
gimiendo y llorando, implora la misericordia del Señor. ¿Qué más decir?
La oración del insigne pontífice penetró hasta las profundidades de los
cielos y los abundantes torrentes de sus lágrimas
extinguieron el incendio del palacio. Entretanto, en la proximidad de la
Ascensión de la Majestad del Señor, como hemos dicho, prescribió un
ayuno a su rebaño, instituyó oraciones especiales,
ceremonias particulares y una generosa distribución de limosnas.
Después, habiéndose disipado los otros motivos de temor, el rumor del
acontecimiento se esparció a través de las provincias e incitó a
todos los obispos a imitar aquello que la fe había inspirado a uno
ellos. Esas ceremonias son celebradas incluso hoy en el nombre de Dios
en todas las iglesias en la compunción del corazón y la
constricción del espíritu.
Ante las guerras
continuamente emprendidas por Clodoveo, Alarico le hizo decir por una
embajada: "Si mi hermano lo consiente, mi deseo sería tener una
entrevista contigo bajo la protección de Dios". Clodoveo no desestimó
tales noticias y vino delante de él. Se reunieron en una isla (in insula
ligeris) del Loira, cerca del pueblo de Amboise, en el
territorio de la ciudad de Tours; conversaron, comieron y bebieron
juntos, y se separaron en paz, después de haber intercambiado promesas
de amistad. Había allí muchos galorromanos que deseaban tener
a los francos por señores. De allí que Quentino, obispo de Rodez, fuese
expulsado de su sede. Es que él se había provocado la enemistad
diciéndole: "Es porque tú deseas que la dominación de los
francos se extienda sobre esta tierra". Poco tiempo después se hizo un
referéndum entre los habitantes. Sobre la denuncia de aquello, los godos
que residían en la ciudad suponiendo que querían
someterse a los francos, resolvieron asesinarlo. Al enterarse de ese
complot, el hombre de Dios salió durante la noche de Rodez con sus más
fieles servidores y llegó a Clermont. Allí recibió una
favorable acogida del obispo San Eufrasio, sucesor del difunto Aprunculo
de Dijon, que le donó casas, campos y viñas, diciendo: "Esta Iglesia es
lo suficientemente rica para hacernos vivir a los dos:
faltaba que la caridad recomendada por el bienaventurado apóstol uniera a
los obispos de Dios". El obispo de Lyon le hizo también presentes en
bienes que su iglesia poseía en Auvergne. El resto de lo
que concierne a San Quentino, tanto las persecuciones que sufrió, como
las obras que el Señor ejecutó por sus manos, está escrito en el libro
de su vida.
Dijo, pues, el rey
Clodoveo a los suyos: "No soporto que esos arrianos ocupen una parte de
las Galias. Vamos, con la ayuda de Dios y, después de
haberlos vencido, hagamos esa tierra nuestra". Habiendo recibido la
aprobación general, hizo marchar a su ejército en dirección a Poitiers
donde Alarico residía entonces. Como una parte de las tropas
atravesaba el territorio de Tours, por respeto a San Martín, ordenó que
no se tomara nada en aquella región, excepto forraje y agua. Habiendo
encontrado un guerrero heno perteneciente a un pobre
hombre dijo: "¿No nos ha mandado el rey no tomar más que hierba, y nada
más? Y esto, agregó, es hierba. No actuaremos contra sus órdenes
tomándola". Como se apoderó del heno por la fuerza ejerciendo
violencia sobre el pobre, se le hizo saber al rey, quien lo hizo
ejecutar rápidamente diciendo: "¿Y dónde quedará el espíritu de la
victoria, si ofendemos a San Martín?". Eso fue suficiente para
impedir al ejército en adelante tomar nada en la región. El mismo rey
envió de sus gentes cerca de la bienaventurada basílica: "Vayan, les
dijo, puede ser que reciban en el santo templo algún
presagio de victoria. Entonces, habiéndoles entregado presentes para
depositar en el santo lugar: "Si tú estás de mi lado, Señor, dijo, y si
tú has decidido entregar en mis manos a esa nación
incrédula y perpetuamente mi rival, dígnate hacerme el favor de
manifestar, en el seno de la basílica de San Martín, tu voluntad de ser
propicio a tu servidor". Obedeciendo la orden real, los
servidores se apresuraron hacia su propósito y, al momento de entrar en
la santa basílica, el primicerio entona súbitamente la antífona: "Señor,
tú me has revestido de fuerza para la guerra y tú has
derribado bajo mis pies a aquellos que se alzaban contra mí; tú has
hecho volver la espalda a mis enemigos delante de mí y has dispersado a
aquellos que me aborrecían". Escuchando el salmo, dieron
gracias a Dios, entregaron sus ofrendas votivas al bienaventurado
confesor y, felices, fueron a hacer al rey su informe. Entretanto,
Clodoveo, habiendo llegado con su ejército a la ribera del Vienne,
no sabía absolutamente por qué sitio atravesarlo, crecido como estaba
por la abundancia de lluvias. Rogó al Señor durante la noche que se
dignara mostrarle un vado donde pudiera pasar y, en la
mañana, una cierva de un tamaño extraordinario, entró en la ribera
delante de ellos y por la voluntad de Dios la atravesó en un vado,
haciendo saber al ejército que por allí podía atravesarlo. Así,
pues, mientras el rey, ya a la vista de Poitiers, estaba en su
campamento, vio de lejos una flecha de fuego salir de la basílica de San
Hilario y venir en su dirección, como señalándole que
esclarecido por la luz del muy bienaventurado San Hilario, llegaría más
fácilmente a vencer las fuerzas heréticas contra las cuales el dicho
obispo había a menudo llevado el combate de la fe. También
conjuró a todo el ejército de abstenerse de toda violencia contra las
personas y los bienes en ese lugar o en el camino. Había en aquel tiempo
un hombre de una gran santidad, el abad Maixent, a quien
el temor de Dios le había determinado a encerrarse en un monasterio
fundado por él en el territorio de Poitiers. No entregamos aquí el
nombre de ese monasterio, porque lleva desde entonces el de
celda de San Maixent. Viendo acercarse un grupo de soldados, los monjes
suplicaron al abad salir de su celda para venir en su socorro. Como
tardaba, abrieron la puerta y le hicieron salir de su
celda. Avanzó intrépido al encuentro de los soldados, como para pedirles
la paz. A uno de ellos, que había tomado su espada como para cortarle
la cabeza, la mano elevada se le paralizó a la altura de
la oreja y el arma cayó detrás. Se arrodilló a los pies del santo hombre
y le pidió su perdón. Los otros, que observaban, fuertemente aterrados,
volvieron hacia el ejército temiendo sufrir la misma
suerte. El santo confesor devolvió al hombre el uso de su brazo
frotándole con aceite bendito y haciendo el signo de la cruz, y, gracias
a su intervención, el monasterio quedó a salvo. El obró muchos
otros milagros. Si se quiere saberlo, se le encontrarán leyendo el libro
de su vida. [Año 25 de Clodoveo].
Entretanto Clodoveo se
enfrentaba a Alarico, rey de los godos, en el llano de Vouillé, a diez
millas de Poitiers. Unos atacan, otros resisten.
Después, habiendo los godos vuelto la espalda como de costumbre, la
victoria, con la ayuda de Dios, quedó para Clodoveo. Este tenía un
auxiliar en la persona del hijo de Sigeberto el Cojo, llamado
Cloderico. Este Sigeberto cojeaba a causa de una herida recibida en la
rodilla combatiendo a los alamanes cerca de la ciudad de Tolbiac. Ahora
bien, Clodoveo había puesto a los godos en fuga y matado
a su rey Alarico, cuando dos enemigos se lanzaron súbitamente delante de
él y le descargaron golpes de lanza por cada costado. Pero gracias a su
coraza y a la agilidad de su caballo, escapó de la
muerte. Un gran número de Auvernos que habían venido con Apolinario, y
entre ellos los primeros senadores, sucumbieron. Amalarico, hijo de
Alarico, huyó del campo de batalla y alcanzó Hispania donde
gobernó sabiamente el reino paterno. Clodoveo envió a su hijo Thierry a
Auvernia pasando por Albi y Rodez. En el curso de su campaña, sometió
para su padre las ciudades ocupadas por los godos hasta
la frontera burgunda. Alarico había reinado veintidós años. Clodoveo
pasó el invierno en Burdeos, hizo llevar de Toulouse todos los tesoros
de Alarico y llegó a poner sitio delante de Angulema. El
Señor le hizo la gracia de ver los muros derrumbarse por sí mismos
delante de él. Expulsó a los godos de la ciudad y se hizo dueño de ella.
Después, entró victorioso en Tours y ofreció muchos
presentes a la basílica del bienaventurado Martín.
Habiendo recibido del
emperador Anastasio un diploma de cónsul, vistió en la basílica del
bienaventurado Martín la túnica púrpura y la clámide y ciñó
una diadema. Después, montando a caballo, distribuyó de su propia mano
oro y plata con una gran liberalidad a todos quienes se habían apostado a
lo largo del camino que llevaba desde la puerta del
patio de entrada hasta la Iglesia de la ciudad. Después de ese día,
Clodoveo fue aclamado como si él hubiera sido cónsul o emperador.
Después de dejar Tours, vino a París, a la cual hizo capital del
reino. Fue allá que Thierry fue a su encuentro.
A la muerte de
Eustoquio, obispo de Tours, le sucedió Licinio, octavo obispo después de
San Martín. Es bajo el pontificado de este último que tuvo
lugar la guerra relatada más abajo y que el rey Clodoveo vino a Tours.
Se cuenta que él [Licinius] había ido a Oriente, que allí visitó los
Santos Lugares, que estuvo asimismo en Jerusalén y que allí
vio en muchas ocasiones (saepe vidissi) los lugares donde el Señor
sufrió y donde resucitó, como lo leemos en el Evangelio.
El rey Clodoveo se
encontraba en París cuando envió al hijo de Sigeberto un mensaje
secreto: "He aquí que tu padre envejece y que su pie enfermo le
hace cojear. Si llega a morir, su reino y nuestra amistad te serán
otorgadas en derecho". Seducido por esta perspectiva, el hijo complotó
para matar a su padre. Un día que éste, después de haber
salido de Colonia y haber atravesado el Rhin para recrearse en el bosque
de Buconia, dormía la siesta en su tienda, le hizo matar por unos
asesinos enviados para seguirle, con la intención de
apoderarse de su reino. Pero, por el juicio de Dios, cayó en la fosa que
había excavado para hacer caer a su padre. Envió mensajeros a Clodoveo
para anunciarle la muerte de su padre y le hizo decir:
"Mi padre está muerto, sus tesoros y su reino son míos. Envíame de tus
gentes y te dejaré de buen grado la parte de tales tesoros que podamos
convenir". Y Clodoveo respondió: "Sé con agrado tus
disposiciones y te pido de hacer ver esos tesoros a mis enviados,
después de los cual quedarás en posesión de todo". Cloderico mostró a
los enviados los tesoros de su padre. Estaban mirando los
diversos objetos cuando les dijo: "Es en ese cofre que mi padre tenía la
costumbre de guardar sus piezas de oro". "Hunde tu mano hasta el fondo,
dicen ellos, y revuélvelas todas". Cloderico obedeció
y se inclinó profundamente. Blandiendo su hacha, uno de los enviados la
plantó en su cabeza, dando al hijo indigno el trato que éste había hecho
sufrir a su padre. Informado de la muerte de Sigeberto
y de su hijo, Clodoveo, habiendo llegado al lugar, convocó al pueblo y
le dijo: "Aprended de lo que ha ocurrido. Mientras estaba en barco sobre
el Escalda, Cloderico, hijo de mi pariente, hostigó a
su padre, pretendiendo que yo quería matarlo. Como aquél había ido a
buscar un refugio en el bosque de Buconia, Cloderico envió bandidos para
seguirlo y hacerlo asesinar. El mismo ha perecido bajo
los golpes de un desconocido, cuando abría sus tesoros. Yo no he tenido
parte en nada de todo esto, pues no puedo verter la sangre de mis
parientes, cosa prohibida. Sin embargo, dado que ésto ha
pasado, os doy un consejo que seguiréis, si os place. Venid a mí y yo os
defenderé." Los auditores lo aplaudieron gritando y lo hicieron su rey
elevándolo sobre un escudo. Tomó posesión del reino de
Sigeberto y de sus tesoros y se anexó su pueblo. Siempre Dios hizo
inclinarse a sus enemigos bajo su mano y acrecentó su reino, porque él
marchaba en su presencia en la rectitud de su corazón y lo
que él hacía era lo que era agradable a sus ojos.
Hecho ésto, se volvió
hacia Chararico. En el tiempo de la guerra con Siagrio, Chararico,
llamado en su auxilio por Clodoveo, se había mantenido al
margen, sin aportar socorro a ninguna de las dos partes, esperando el
momento de aliarse a quien obtuviera la victoria. Indignado por esta
conducta, Clodoveo lo atacó. Le hizo caer en una trampa, se
apoderó de él y de su hijo y, cuando estaban entre sus manos, le hizo
tonsurar y dio la orden de conferir el sacerdocio a Chararico y el
diaconato a su hijo. Un día que Chararico se lamentaba de su
destitución, su hijo, se dice, le habría dicho: "Es de un árbol verde
que esas frondosidades han sido podadas. No han sido del todo cortadas,
sino que reaparecerán rápidamente y podrán desarrollarse.
¡Quiera el cielo que aquél que las ha cortado perezca pronto!". Habiendo
sido informado Clodoveo de tal propósito, a saber, que amenazaban con
dejar brotar su cabellera y matarlo, ordenó cortarles la
cabeza. Después de su muerte, puso la mano sobre su reino, sus tesoros y
sus súbditos.
Ragnacario reinaba
entonces en Cambrai. El se revolcaba en el lodo de tales vicios que
apenas respetaba a su prójimo. Tenía en la persona de Farrón un
consejero manchado con los mismos horrores. Cuando se llevaba al rey
alguna cosa para comer o un presente cualquiera, tenía en costumbre
decir, se cuenta, que era para él y su Farrón. Los francos
estaban indignados hasta la exasperación. Clodoveo hizo distribuir a los
leudes de Ragnacario para sublevarlo contra él, brazaletes y tahalíes
dorados, a los cuales fraudulentamente había dado la
apariencia del oro, puesto que no era sino bronce dorado. Puso luego su
ejército en marcha contra Ragnacario. Este envió espías para hacer una
labor de reconocimiento y a su regreso, les interroga
acerca de la fuerza de este ejército. "¡Es, respondieron, un ilustre
refuerzo para ti y tu Farrón!". Clodoveo llega y entabla el combate.
Ragnacario, viendo su ejército vencido, se apresta a huir,
pero es hecho prisionero y llevado con las manos atadas tras la espalda,
con su hermano Riquier, delante de Clodoveo, que le dice: "¿Por qué
humillar a nuestra familia dejándote atado? Más vale
morir". Y habiendo elevado su hacha, se la plantó en la cabeza; después,
vuelto hacia su hermano, agregó: "Si tú hubieras prestado ayuda a tu
hermano, ciertamente que no habría sido atado", y le mató
igualmente de un golpe de hacha. Después de la muerte de los dos
hermanos, aquellos que los habían traicionado se dieron cuenta que
Clodoveo les había dado oro falso. Se lo hicieron saber al rey que,
se dice, habría respondido: "Merece recibir un oro de tal naturaleza
aquel que por su propia voluntad provoca la muerte de su señor",
agregando que no quería expiar en los suplicios el crimen de
haber traicionado sus señores, que debían contentarse de conservar a
salvo la vida. Los que escuchaban, deseando obtener su perdón, le
aseguraron que era suficiente con dejarles vivir. Los susodichos
reyes eran parientes de Clodoveo. Clodoveo había hecho matar en Mans a
su hermano Rignomer. Después de su muerte, Clodoveo se apoderó de su
reino y de sus bienes. En el temor de verse privado del
poder, hizo perecer muchos otros reyes y a sus parientes más próximos y
extendió su autoridad por todas las Galias (regnum suum per totas
Gallias dilatavit). Se cuenta entretanto que habiendo un día
convocado a los suyos, se lamentaba a propósito de los parientes a los
que había causado la muerte: "Desgracia la mía que he quedado solo como
un extranjero en medio de extranjeros y sin un pariente
que pueda venir en mi ayuda si fuera sorprendido por la adversidad". No
era el arrepentimiento de sus muertes lo que inspiraba tales palabras,
sino la astucia, en la esperanza de encontrar todavía
alguno y matarlo.
Después de todo esto,
murió en París y fue enterrado en la basílica de los santos apóstoles
que había construido de acuerdo con la reina Clotilde. Su
muerte tuvo lugar el quinto año después de la batalla de Vouillé. Su
reino había durado treinta años [y él tenía cuarenta y cinco]. Desde la
muerte de San Martín hasta la de Clodoveo que tuvo lugar
el décimo primer año del episcopado de Lucilius, obispo de Tours, se
cuentan ciento doce años. En cuanto a la reina Clotilde, se fue a Tours
después de la muerte de su marido, se consagró al servicio
de San Martín y vivió casta y bienhechora, no yendo sino raramente a
París.
Fragms. tomados de:
1.Gregorii Episcopi Turonensis Historiarum Libri X, II, Monumenta
Germaniae Historica, Scriptores Rerum Merovingicarum, T. I, P.
I, Fasc. I, Editionem Alteram Curavit Bruno Krusch, Hannover, 1937.
Trad. del latín por Héctor Herrera C. 2. Tessier, G., Le Baptême de
Clovis, Gallimard, 1964, Paris, pp. 51 y ss. Trad. del francés
por José Marín R.
martes, 9 de junio de 2015
Excomunión de Enrique IV (1076)
Oh bienaventurado Pedro, príncipe de los apóstoles, inclina, te rogamos, tus piadosos oídos a nosotros y escúchame a mí que soy tu siervo[...] Por esto, por tu gracia y no por mis méritos, creo que has querido y quieres que este pueblo cristiano confiado de modo especial a ti, me obedezca a mí también de modo especial, en razón del vicariato que se me entregó.
Por tu gracias, Dios me ha dado la potestad de atar y desatar en el cielo y en la tierra. Basándome en esta confianza, por honor y la defensa de tu Iglesia, en nombre de Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por medio de tu potestad y autoridad, quito al rey Enrique, hijo del emperador Enrique, que se sublevó con inaudita soberbia contra tu Iglesia, el poder sobre todo el reino de Germania y sobre Italia, y libero a todos los cristianos del vínculo del juramento que le hicieron o le hagan, y prohíbo que ninguno le sirva como a rey.
Acta Santi Gregorii VII P.L. CXLVIII
jueves, 28 de mayo de 2015
Sancho IV el Bravo. Rey de Castilla y León (1284–1295)
Enfrentamiento entre la armada castellana de Sancho IV y árabes africanos:
En el mes de abril en que comenzó el noveno año del reinado desde rey don Sancho, que fue en la era de mill é trecientos é treinta años, andaba el año de la nascencia de Jesu Christo en mill é docientos é noventa é dos años [...] llególe mandado (al rey Sancho) en commo el rey Aben Yacob era en Tanger, é que tenía y doce mill caballeros para pasar aquende, é que tenía veinte é siete galeas muy bien armadas, é ellos que querían pasar, é que llegó Micer Benito Zacarías, el ginoves, con doce galeras muy bien armadas, é estando el rey Aben Yacob con toda su hueste en la ribera de allen mar, lidió este Micer Benito Zacarías con aquellas veinte e siete galeas de moros, é venciólos, e prisió dellas las trece, é fugieron las otras [...] E cuando el rey Aben Yacob vió esto, tovose por muy quebrantado é muy deshonrado.
Crónica del rey Don Sancho, el Bravo, en Crónicas de los Reyes de Castilla, Tomo I, B.A.E., Ed. C. Rosell, Madrid, 1953, cap. IX, p. 86.
lunes, 13 de abril de 2015
Sobre la toma de Granada por los Reyes Católicos
Dios misericordioso, que infundió la fuerza e y n el brazo del inclito Fernando, quiso también infundir el consejo y la prudencia, porque al cabo de diez años Granada cayó en su poder, parte por rendición, parte por convenio, y parte debido al oro y la plata con que se untó a los alcaides moros de muchas fortalezas con el fin de que las entregaran, facilitándoles, además, los medios de huir a África y abundante conducho para que no desfalleciesen de hambre por el camino.
J. MÜNZER, Viaje por España y Portugal en 1494 y 1495, 1924, p. 99.
J. MÜNZER, Viaje por España y Portugal en 1494 y 1495, 1924, p. 99.
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