Pío
IX
Encíclica
Quanta cura y Syllabus
8
diciembre 1864
Muy Ilustre
y Reverendo Señor:
Nuestro Santísimo Señor Pío IX,
Pontífice Máximo, no ha cesado nunca, movido de su grande solicitud por la
salud de las almas, y por la pureza de la doctrina, de proscribir y condenar
desde los primeros días de su Pontificado, los principales errores y las falsas
doctrinas que corren particularmente en nuestros miserables tiempos, así en sus
cartas Encíclicas y Alocuciones Consistoriales, como en otras Cartas
Apostólicas dadas al intento. Pero pudiendo tal vez ocurrir que todos estos
actos pontificios no lleguen a noticia de cada uno de los reverendos Obispos,
determinó Su Santidad que se compilase un Sílabo de los mismos errores, para
ser comunicado a todos los Obispos del mundo católico, a fin de que los mismos
Prelados tuviese a la vista todos los errores y perniciosas doctrinas
reprobados y condenados por Su Santidad; previniéndome luego a mi que hiciese
que este Sílabo impreso fuese remitido a vuestra reverencia al propio tiempo y
ocasión en que el mismo Pontífice Máximo, movido de su gran solicitud por la
salud y bien de la Iglesia católica y de toda la grey del Señor divinamente
confiada a su cuidado, creyó deber escribir una carta Encíclica a todos los
Obispos católicos. Para cumplir, por tanto, como es debido, con toda diligencia
y rendimiento las órdenes del Sumo Pontífice, remito a vuestra reverencia el
mismo Sílabo, junto con esta carta; aprovechando la presente coyuntura para
daros testimonio de los sentimientos de mi gran reverencia y adhesión, y
repetirme, besando humildemente su mano, por su muy humilde y afectísimo
siervo,
G.
Cardenal Antonelli. Roma 8 de diciembre de 1864
* * *
Encíclica de Nuestro Santísimo P.
Pío IX, a todos nuestros Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos y
Obispos que están en gracia y comunión con la Sede Apostólica.
Pío
Papa IX
Venerables
Hermanos,
Salud
y apostólica Bendición.
Con cuanto cuidado y vigilancia los
Romanos Pontífices, Nuestros Predecesores, cumpliendo con el oficio que les fue
dado del mismo Cristo Señor en la persona del muy bienaventurado Pedro,
Príncipe de los Apóstoles, y con el cargo que les puso de apacentar los
corderos y las ovejas, no han cesado jamás de nutrir diligentemente a toda la
grey del Señor con las palabras de la fe, y de imbuirla en la doctrina
saludable, y de apartarla de los pastos venenosos, es cosa a todos y muy
singularmente a Vosotros, Venerables Hermanos, bien clara y patente. Y a la
verdad, los ya dichos Predecesores Nuestros, que tan a pechos tomaron en todo
tiempo el defender y vindicar con la augusta Religión católica los fueros de la
verdad y de la justicia, solícitos por extremo de la salud de las almas, en
ninguna cosa pusieron más empeño que en patentizar y condenar en sus Epístolas
y Constituciones todas las herejías y errores, que oponiéndose a nuestra Divina
Fe, a la doctrina de la Iglesia católica, a la honestidad de las costumbres y a
la salud eterna de los hombres, han levantado a menudo grandes tempestades y
cubierto de luto a la república cristiana y civil. Por lo cual, los mismos
Predecesores Nuestros se han opuesto constantemente con apostólica firmeza a
las nefandas maquinaciones de los hombres inicuos, que arrojando la espuma de
sus confusiones, semejantes a las olas del mar tempestuoso, y prometiendo
libertad, siendo ellos, como son, esclavos de la corrupción, han intentado con
sus opiniones falaces y perniciosísimos escritos transformar los fundamentos de
la Religión católica y de la sociedad civil, acabar con toda virtud y justicia,
depravar los corazones y los entendimientos, apartar de la recta disciplina
moral a las personas incautas, y muy especialmente a la inexperta juventud, y
corromperla miserablemente, y hacer porque caiga en los lazos del error, y
arrancarla por último del gremio de la Iglesia católica.
Bien sabéis asimismo Vosotros, Venerables
Hermanos, que en el punto mismo que por escondido designio de la Divina
Providencia, y sin merecimiento alguno de Nuestra parte, fuimos sublimados a
esta Cátedra de Pedro, como viésemos con sumo dolor de Nuestro corazón la
horrible tempestad excitada por tan perversas opiniones, y los daños gravísimos
nunca bastante deplorados, que de tan grande cúmulo de errores se derivan y
caen sobre el pueblo cristiano, ejercitando el oficio de Nuestro Apostólico
Ministerio y siguiendo las ilustres huellas de Nuestros Predecesores,
levantamos Nuestra voz, y en muchas Encíclicas y en Alocuciones pronunciadas en
el Consistorio, y en otras Letras Apostólicas que hemos publicado, hemos
condenado los principales errores de esta nuestra triste edad, hemos procurado
excitar vuestra eximia vigilancia episcopal, y una vez y otra vez hemos
amonestado con todo nuestro poder y exhortado a todos Nuestros muy amados los
hijos de la Iglesia católica, a que abominasen y huyesen enteramente
horrorizados del contagio de tan cruel pestilencia. Mas principalmente en
nuestra primera Encíclica, escrita a Vosotros el día 9 de noviembre del año
1846, y en las dos Alocuciones pronunciadas por Nos en el Consistorio, la
primera el día 9 de Diciembre del año 1854, y la otra el 9 de Junio de 1862,
condenamos los monstruosos delirios de las opiniones que principalmente en esta
nuestra época con grandísimo daño de las almas y detrimento de la misma
sociedad dominan, las cuales se oponen no sólo a la Iglesia católica y su
saludable doctrina y venerandos derechos, pero también a la ley natural,
grabada por Dios en todos los corazones, y son la fuente de donde se derivan
casi todos los demás errores.
Aunque no hayamos, pues, dejado de
proscribir y reprobar muchas veces los principales errores de este jaez, sin
embargo, la salud de las almas encomendadas por Dios a nuestro cuidado, y el
bien de la misma sociedad humana, piden absolutamente que de nuevo excitemos
vuestra pastoral solicitud para destruir otras dañadas opiniones que de los
mismos errores, como de sus propias fuentes, se originan. Las cuales opiniones,
falsas y perversas, son tanto más abominables, cuanto miran principalmente a
que sea impedida y removida aquella fuerza saludable que la Iglesia católica,
por institución y mandamiento de su Divino Autor, debe ejercitar libremente
hasta la consumación de los siglos, no menos sobre cada hombre en particular,
que sobre las naciones, los pueblos y sus príncipes supremos; y por cuanto
asimismo conspiran a que desaparezca aquella mutua sociedad y concordia entre
el Sacerdocio y el Imperio, que fue siempre fausta y saludable, tanto a la
república cristiana como a la civil (Gregorio XVI, Epístola Encíclica Mirari 15
agosto 1832). Pues sabéis muy bien, Venerables Hermanos, se hallan no pocos que
aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio que llaman del
naturalismo, se atreven a enseñar «que el mejor orden de la sociedad pública, y
el progreso civil exigen absolutamente, que la sociedad humana se constituya y
gobierne sin relación alguna a la Religión, como si ella no existiesen o al
menos sin hacer alguna diferencia entre la Religión verdadera y las falsas.» Y
contra la doctrina de las sagradas letras, de la Iglesia y de los Santos
Padres, no dudan afirmar: «que es la mejor la condición de aquella sociedad en
que no se le reconoce al Imperante o Soberano derecho ni obligación de reprimir
con penas a los infractores de la Religión católica, sino en cuanto lo pida la
paz pública.» Con cuya idea totalmente falsa del gobierno social, no temen
fomentar aquella errónea opinión sumamente funesta a la Iglesia católica y a la
salud de las almas llamada delirio por Nuestro Predecesor Gregorio XVI de
gloriosa memoria (en la misma Encíclica Mirari), a saber: «que la libertad de
conciencia y cultos es un derecho propio de todo hombre, derecho que debe ser
proclamado y asegurado por la ley en toda sociedad bien constituida; y que los
ciudadanos tienen derecho a la libertad omnímoda de manifestar y declarar
públicamente y sin rebozo sus conceptos, sean cuales fueren, ya de palabra o
por impresos, o de otro modo, sin trabas ningunas por parte de la autoridad
eclesiástica o civil.» Pero cuando esto afirman temerariamente, no piensan ni
consideran que predican la libertad de la perdición (San Agustín, Epístola 105
al. 166), y que «si se deja a la humana persuasión entera libertad de disputar,
nunca faltará quien se oponga a la verdad, y ponga su confianza en la
locuacidad de la humana sabiduría, debiendo por el contrario conocer por la
misma doctrina de Nuestro Señor Jesucristo, cuan obligada está a evitar esta
dañosísima vanidad la fe y la sabiduría cristiana» (San León, Epístola 164 al.
133, parte 2, edición Vall).
Y porque luego en el punto que es
desterrada de la sociedad civil la Religión, y repudiada la doctrina y
autoridad de la divina revelación, queda oscurecida y aun perdida hasta la
misma legítima noción de justicia y del humano derecho, y en lugar de la
verdadera justicia y derecho legítimo se sustituye la fuerza material, vese por
aquí claramente que movidos de tamaño error, algunos despreciando y dejando
totalmente a un lado los certísimos principios de la sana razón, se atreven a
proclamar «que la voluntad del pueblo manifestada por la opinión pública, que
dicen, o por de otro modo, constituye la suprema ley independiente de todo
derecho divino y humano; y que en el orden público los hechos consumados, por
la sola consideración de haber sido consumados, tienen fuerza de derecho.» Mas,
¿quién no ve y siente claramente que la sociedad humana, libre de los vínculos
de la religión y de la verdadera justicia, no puede proponerse otro objeto que
adquirir y acumular riquezas, ni seguir en sus acciones otra ley que el
indómito apetito de servir a sus propios placeres y comodidades? Por estos
motivos, semejantes hombres persiguen con encarnizado odio a los instintos
religiosos, aunque sumamente beneméritos de la república cristiana, civil y
literaria, y neciamente vociferan que tales institutos no tienen razón alguna
legítima de existir, y con esto aprueban con aplauso las calumnias y ficciones
de los herejes, pues como enseñaba sapientísimamente nuestro predecesor Pío VI,
de gloriosa memoria: «La abolición de los Regulares daña al estado de la
pública profesión de los consejos evangélicos, injuria un modo de vivir
recomendado en la Iglesia como conforme a la doctrina Apostólica, y ofende
injuriosamente a los mismos insignes fundadores, a quienes veneramos sobre los
altares, los cuales, nos inspirados sino de Dios, establecieron estas
sociedades» (Epístola al Cardenal De la Rochefoucault 10 marzo 1791). Y también
dicen impiamente que debe quitarse a los ciudadanos y a la Iglesia la facultad
de dar «públicamente limosna, movidos de la caridad cristiana, y que debe
abolirse la ley que prohíbe en ciertos días las obras serviles para dar culto a
Dios,» dando falacísimamente por pretexto que la mencionada facultad y ley se
oponen a los principios de la mejor economía pública. Y no contentos con
apartar la Religión de la pública sociedad, quieren quitarla aun a las mismas
familias particulares; pues enseñando y profesando el funestísimo error del
comunismo y socialismo, afirman «que la sociedad doméstica toma solamente del
derecho civil toda la razón de su existencia, y por tanto que solamente de la
ley civil dimanan y dependen todos los derechos de los padres sobre los hijos,
y principalmente el de cuidar de su instrucción y educación.» Con cuyas
opiniones y maquinaciones impías intentan principalmente estos hombres
falacísimos que sea eliminada totalmente de la instrucción y educación de la
juventud la saludable doctrina e influjo de la Iglesia católica, para que así
queden miserablemente aficionados y depravados con toda clase de errores y
vicios los tiernos y flexibles corazones de los jóvenes. Pues todos los que han
intentado perturbar la República sagrada o civil, derribar el orden de la
sociedad rectamente establecido, y destruir todos los derechos divinos y
humanos, han dirigido siempre, como lo indicamos antes, todos sus nefandos
proyectos, conatos y esfuerzos a engañar y corromper principalmente a la
incauta juventud, y toda su esperanza la han colocado en la perversión y
depravación de la misma juventud. Por lo cual jamás cesan de perseguir y
calumniar por todos los medios más abominables a uno y otro clero, del cual,
como prueban los testimonios más brillantes de la historia, han redundado tan
grandes provechos a la república cristiana, civil y literaria; y propalan «que
debe ser separado de todo cuidado y oficio de instruir y educar la juventud el
mismo clero, como enemigo del verdadero progreso de la ciencia y de la
civilización.»
Pero otros, renovando los perversos
y tantas veces condenados errores de los novadores, se atreven con insigne
impudencia a sujetar al arbitrio de la potestad civil la suprema autoridad de
la Iglesia y de esta Sede Apostólica, concedida a ella por Cristo Señor
nuestro, y a negar todos los derechos de la misma Iglesia y Santa Sede sobre
aquellas cosas que pertenecen al orden exterior. Pues no se avergüenzan de
afirmar «que las leyes de la Iglesia no obligan en conciencia sino cuando son
promulgadas por la potestad civil; que los actos y decretos de los Romanos
pontífices pertenecientes a la Religión y a la Iglesia necesitan de la sanción
y aprobación, o al menos del ascenso de la potestad civil; que las
Constituciones Apostólicas (Clemente XII In eminenti, Benedicto XIV Providas
Romanorum, Pío VII Ecclesiam, León XII Quo graviora) por las que se condenan
las sociedades secretas (exíjase en ellas o no juramento de guardar secreto), y
sus secuaces y fautores son anatematizados, no tienen alguna fuerza en aquellos
países donde son toleradas por el gobierno civil semejantes sociedades; que la
excomunión fulminada por el Concilio Tridentino y por los Romanos Pontífices
contra aquellos que invaden y usurpan los derechos y posesiones de la Iglesia,
se funda en la confusión del orden espiritual con el civil y político, sólo con
el fin de conseguir los bienes mundanos: que la Iglesia nada debe decretar o
determinar que pueda ligar las conciencias de los fieles, en orden al uso de
las cosas temporales: que la Iglesia no tiene derecho a reprimir y castigar con
penas temporales a los violadores de sus leyes: que es conforme a los
principios de la sagrada teología y del derecho público atribuir y vindicar al
Gobierno civil la propiedad de los bienes que poseen las Iglesias, las órdenes
religiosas y otros lugares píos.» Tampoco se ruborizan de profesar pública y
solemnemente el axioma y principio de los herejes de donde nacen tantos errores
y máximas perversas; a saber, repiten a menudo «que la potestad eclesiástica no
es por derecho divino distinta e independiente de la potestad civil, y que no
se puede conservar esta distinción e independencia sin que sean invadidos y
usurpados por la Iglesia los derechos esenciales de la potestad civil.»
Asimismo no podemos pasar en silencio la audacia de los que no sufriendo la
sana doctrina sostienen, que «a aquellos juicios y decretos de la Silla
Apostólica, cuyo objeto se declara pertenecer al bien general de la Iglesia y a
sus derechos y disciplina, con tal empero que no toque a los dogmas de la Fe y
de la moral, puede negárseles el ascenso y obediencia sin cometer pecado, y sin
detrimento alguno de la profesión católica.» Lo cual nadie deja de conocer y
entender clara y distintamente, cuan contrario sea al dogma católico acerca de
la plena potestad conferida divinamente al Romano Pontífice por el mismo Cristo
Señor nuestro, de apacentar, regir y gobernar la Iglesia universal.
En medio de tanta perversidad de
opiniones depravadas, teniendo Nos muy presente nuestro apostólico ministerio,
y solícitos en extremo por nuestra santísima Religión, por la sana doctrina y
por la salud de las almas encargada divinamente a nuestro cuidado, y por el
bien de la misma sociedad humana, hemos creído conveniente levantar de nuevo
nuestra voz Apostólica. Así pues en virtud de nuestra autoridad Apostólica
reprobamos, proscribimos y condenamos todas y cada una de las perversas
opiniones y doctrinas singularmente mencionadas en estas Letras, y queremos y
mandamos que por todos los hijos de la Iglesia católica sean absolutamente
tenidas por reprobadas, proscritas y condenadas.
Fuera de esto, sabéis muy bien,
Venerables Hermanos, que en estos tiempos los adversarios de toda verdad y
justicia, y los acérrimos enemigos de nuestra Religión, engañando a los pueblos
y mintiendo maliciosamente andan diseminando otras impías doctrinas de todo
género por medio de pestíferos libros, folletos y diarios esparcidos por todo
el orbe: y no ignoráis tampoco, que también en esta nuestra época se hallan
algunos que movidos o incitados por el espíritu de Satanás han llegado a tal
punto de impiedad, que no han temido negar a nuestro Soberano Señor Jesucristo,
y con criminal procacidad impugnar su Divinidad. Pero aquí no podemos menos de
dar las mayores y más merecidas alabanzas a vosotros, Venerables Hermanos, que
estimulados de vuestro celo no habéis omitido levantar vuestra voz episcopal
contra tamaña impiedad.
Así pues por medio de estas
nuestras Letras os dirigimos de nuevo amantísimamente la palabra a vosotros,
que llamados a participar de nuestra solicitud, nos estáis sirviendo en medio
de nuestras grandísimas penas de muchísimo alivio, alegría y consuelo por la
excelente religiosidad y piedad que brilla en vosotros, y por aquel admirable
amor, fe y piedad con que sujetos y ligados con los lazos de la más estrecha
concordia a Nos y a esta Silla Apostólica, os esforzáis en cumplir con valor y
solicitud vuestro gravísimo ministerio episcopal. Como fruto, pues, de vuestro
eximio celo esperamos de vosotros, que manejando la espada del espíritu, que es
la palabra de Dios, y confortados con la gracia de nuestro Señor Jesucristo,
procuraréis cada día con mayor esfuerzo proveer a que los fieles encomendados a
vuestro cuidado, «se abstengan de las yerbas venenosas que no cultiva
Jesucristo, porque no son plantadas por su Padre» (San Ignacio M. ad Philadelph.
3). Y al mismo tiempo no dejéis jamás de inculcar a los mismos fieles, que toda
la verdadera felicidad viene a los hombres de nuestra augusta Religión y de su
doctrina y ejercicio, y que es feliz aquel pueblo que tiene al Señor por su
Dios (Salmo 143). Enseñad «que los reinos subsisten teniendo por fundamento la
fe católica» (San Celestino, Epístola 22 ad Synod. Ephes. apud Const. pág.
1200) y «que nada es tan mortífero, nada tan próximo a la ruina, y tan expuesto
a todos los peligros, como el persuadirnos que nos puede bastar el libre
albedrío que recibimos al nacer, y el no buscar ni pedir otra cosa al Señor; lo
cual es en resolución olvidarnos de nuestro Criador, y abjurar por el deseo de
mostrarnos libres, de su divino poder» (San Inocencio, I Epístola 29 ad Episc.
conc. Carthag. apud Const. pág. 891). Y no dejéis tampoco de enseñar «que la
regia potestad no se ha conferido sólo para el gobierno del mundo, sino
principalmente para defensa de la Iglesia» (San León, Epístola 156 al 125) y
«que nada puede ser más útil y glorioso a los príncipes y reyes del mundo,
según escribía al Emperador Zenón nuestro sapientísimo y fortísimo Predecesor
San Félix, que el dejar a la Iglesia católica regirse por sus leyes, y no
permitir a nadie que se oponga a su libertad...» «pues cierto les será útil,
tratándose de las cosas divinas, que procuren, conforme a lo dispuesto por
Dios, subordinar, no preferir, su voluntad a la de los Sacerdotes de Cristo»
(Pío VII, Epístola Encíclica Diu satis 15 mayo 1800).
Ahora bien, Venerables Hermanos, si
siempre ha sido y es necesario acudir con confianza al trono de la gracia a fin
de alcanzar misericordia y hallar el auxilio de la gracia para ser socorridos
en tiempo oportuno, principalmente debemos hacerlo ahora en medio de tantas calamidades
de la Iglesia y de la sociedad civil y de tan terrible conspiración de los
enemigos contra la Iglesia Católica y esta Silla Apostólica, y del diluvio tan
espantoso de errores que nos inunda. Por lo cual hemos creído conveniente
excitar la piedad de todos los fieles para que unidos con Nos y con Vosotros
rueguen y supliquen sin cesar con las más humildes y fervorosas oraciones al
clementísimo Padre de las luces y de las misericordias, y llenos de fe acudan
también siempre a nuestro Señor Jesucristo, que con su sangre nos redimió para
Dios, y con mucho empeño y constancia pidan a su dulcísimo Corazón, víctima de
su ardentísima caridad para con nosotros, el que con los lazos de su amor
atraiga a sí todas las cosas a fin de que inflamados los hombres con su
santísimo amor, sigan, imitando su Santísimo Corazón, una conducta digna de
Dios, agradándole en todo, y produciendo frutos de toda especie de obras
buenas. Mas como sin duda sean más agradables a Dios las oraciones de los
hombres cuando se llegan a él con el corazón limpio de toda mancha, hemos
tenido a bien abrir con Apostólica liberalidad a los fieles cristianos, los
celestiales tesoros de la Iglesia encomendados a nuestra dispensación, para que
los mismos fieles excitados con más vehemencia a la verdadera piedad, y
purificados por medio del Sacramento de la Penitencia de las manchas de los
pecados, dirijan con más confianza sus preces a Dios y consigan su misericordia
y su gracia.
Concedemos, pues, por estas Letras
y en virtud de nuestra autoridad Apostólica, una indulgencia plenaria a manera
de jubileo a todos y a cada uno de los fieles de ambos sexos del orbe católico,
la cual habrá de durar y ganarse sólo dentro del espacio de un mes, que habrá
de señalarse por Vosotros, Venerables Hermanos, y por los otros legítimos
ordinarios locales dentro de todo el año venidero de 1865 y no más allá; y este
jubileo lo concedemos y habrá de publicarse en el modo y forma con que lo
concedimos desde el principio de nuestro Supremo Pontificado por medio de nuestras
Letras Apostólicas dadas en forma de Breve el día 20 de Noviembre del año de
1846 y dirigidas a todo vuestro Orden episcopal, cuyo principio es Arcano
Divinae Providentiae consilio, y con todas las mismas facultades que por las
mencionadas Letras fueron por Nos concedidas, queriendo sin embargo que se
observen todas aquellas cosas que se prescribieron en las expresadas Letras y
se tengan por exceptuadas las que allí por tales declaramos. Estas cosas
concedemos sin que obste ninguna de las cosas que pueda haber contrarias, por
más que sean dignas de especial mención y derogación. Para quitar toda duda y
dificultad hemos dispuesto se os remita un ejemplar de las mismas Letras.
«Roguemos, Venerables Hermanos, de
lo íntimo de nuestro corazón y con toda nuestra mente a la misericordia de
Dios, porque Él mismo nos ha asegurado diciendo: No apartaré de ellos mi
misericordia. Pidamos, y recibiremos, y si tardare en dársenos lo que pedimos,
porque hemos ofendido gravemente al Señor, llamemos a la puerta, porque al que
llama se le abrirá, con tal que llamen a la puerta nuestras preces, gemidos y
lágrimas, en las que debemos insistir y detenernos, y sin perjuicio de que sea
unánime y común la oración... cada uno sin embargo ruegue a Dios no sólo para
sí mismo sino también por todos los hermanos, así como el Señor nos enseñó a
orar» (San Cipriano, Epístola 11). Mas para que Dios más fácilmente acceda a
nuestras oraciones y votos, y a los vuestros y de todos los fieles, pongamos
con toda confianza por medianera para con Él a la inmaculada y Santísima Madre
de Dios la Virgen María, la cual ha destruido todas las herejías en todo el
mundo, y siendo amantísima madre de todos nosotros, «toda es suave y llena de
misericordia... a todos se muestra afable, a todos clementísima, y se compadece
con ternísimo afecto de las necesidades de todos» (San Bernardo, Serm. de
duodecim praerogativis B.M.V. ex verbis Apocalypsis) y como Reina que asiste a
la derecha de su Unigénito Hijo Nuestro Señor Jesucristo con vestido bordado de
oro, y engalanada con varios adornos, nada hay que no pueda impetrar de él.
Imploremos también las oraciones del Beatísimo Príncipe de los Apóstoles San
Pedro, y de su compañero en el Apostolado San Pablo, y de los Santos de la
corte celestial, que siendo ya amigos de Dios han llegado a los reinos
celestiales, y coronados poseen la palma de la victoria, y estando seguros de
su inmortalidad, están solícitos de nuestra salvación.
En fin, deseando y pidiendo a Dios
para vosotros de toda nuestra alma la abundancia de todos los dones
celestiales, os damos amantísimamente, y como prenda de nuestro singular amor
para con vosotros, nuestra Apostólica Bendición, nacida de lo íntimo de nuestro
corazón para vosotros mismos, Venerables Hermanos, y para todos los clérigos y
fieles legos encomendados a vuestro cuidado.
Dado en Roma en San Pedro el día 8
de Diciembre del año de 1864, décimo después de la definición dogmática de la
Inmaculada Concepción de la Madre de Dios la Virgen María, y decimonono de
nuestro Pontificado.
Pío Papa IX
* * *
Índice de los principales errores
de nuestro siglo
Syllabus complectens praecipuos
nostrae aetatis errores
ya notados en las Alocuciones
Consistoriales y otras Letras Apostólicas de Nuestro Santísimo Padre Pío IX
§ I. Panteísmo, Naturalismo y
Racionalismo absoluto
I. No existe ningún Ser divino
[Numen divinum], supremo, sapientísimo, providentísimo, distinto de este
universo, y Dios no es más que la naturaleza misma de las cosas, sujeto por lo
tanto a mudanzas, y Dios realmente se hace en el hombre y en el mundo, y todas
las cosas son Dios, y tienen la misma idéntica sustancia que Dios; y Dios es
una sola y misma cosa con el mundo, y de aquí que sean también una sola y misma
cosa el espíritu y la materia, la necesidad y la libertad, lo verdadero y lo
falso, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto.
(Alocución Maxima quidem, 9 junio
1862)
II. Dios no ejerce ninguna manera
de acción sobre los hombres ni sobre el mundo.
(Alocución Maxima quidem, 9 junio
1862)
III. La razón humana es el único
juez de lo verdadero y de lo falso, del bien y del mal, con absoluta
independencia de Dios; es la ley de sí misma, y le bastan sus solas fuerzas
naturales para procurar el bien de los hombres y de los pueblos.
(Alocución Maxima quidem, 9 junio
1862)
IV. Todas las verdades religiosas
dimanan de la fuerza nativa de la razón humana; por donde la razón es la norma
primera por medio de la cual puede y debe el hombre alcanzar todas las
verdades, de cualquier especie que estas sean.
(Encíclica Qui pluribus, 9
noviembre 1846)
(Encíclica Singulari quidem, 17
Marzo 1856)
(Alocución Maxima quidem, 9 junio
1862)
V. La revelación divina es
imperfecta, y está por consiguiente sujeta a un progreso continuo e indefinido
correspondiente al progreso de la razón humana.
(Encíclica Qui pluribus, 9
noviembre 1846)
(Alocución Maxima quidem, 9 junio
1862)
VI. La fe de Cristo se opone a la
humana razón; y la revelación divina no solamente no aprovecha nada, pero
también daña a la perfección del hombre.
(Encíclica Qui pluribus, 9
noviembre 1846)
(Alocución Maxima quidem, 9 junio
1862)
VII. Las profecías y los milagros
expuestos y narrados en la Sagrada Escritura son ficciones poéticas, y los
misterios de la fe cristiana resultado de investigaciones filosóficas; y en los
libros del antiguo y del nuevo Testamento se encierran mitos; y el mismo
Jesucristo es una invención de esta especie.
(Encíclica Qui pluribus, 9
noviembre 1846)
(Alocución Maxima quidem, 9 junio
1862)
§ II. Racionalismo moderado
VIII. Equiparándose la razón humana
a la misma religión, síguese que la ciencias teológicas deben de ser tratadas
exactamente lo mismo que las filosóficas.
(Alocución Singulari quadam
perfusi, 9 diciembre 1854)
IX. Todos los dogmas de la religión
cristiana sin distinción alguna son objeto del saber natural, o sea de la
filosofía, y la razón humana históricamente sólo cultivada puede llegar con sus
solas fuerzas y principios a la verdadera ciencia de todos los dogmas, aun los
más recónditos, con tal que hayan sido propuestos a la misma razón.
(Carta al Arzobispo de Frisinga
Gravissimas, 11 diciembre 1863)
(Carta al mismo Tuas libenter, 21
diciembre 1863)
X. Siendo una cosa el filósofo y
otra cosa distinta la filosofía, aquel tiene el derecho y la obligación de
someterse a la autoridad que él mismo ha probado ser la verdadera; pero la
filosofía no puede ni debe someterse a ninguna autoridad.
(Carta al Arzobispo de Frisinga
Gravissimas, 11 diciembre 1863)
(Carta al mismo Tuas libenter, 21
diciembre 1863)
XI. La Iglesia no sólo debe
corregir jamas a la filosofía, pero también debe tolerar sus errores y dejar
que ella se corrija a sí propia.
(Carta al Arzobispo de Frisinga Gravissimas,
11 diciembre 1863)
XII. Los decretos de la Sede
apostólica y de las Congregaciones romanas impiden el libre progreso de la
ciencia.
(Carta al Arzobispo de Frisinga Tuas
libenter, 21 diciembre 1863)
XIII. El método y los principios
con que los antiguos doctores escolásticos cultivaron la Teología, no están de
ningún modo en armonía con las necesidades de nuestros tiempos ni con el
progreso de las ciencias.
(Carta al Arzobispo de Frisinga Tuas
libenter, 21 diciembre 1863)
XIV. La filosofía debe tratarse sin
mirar a la sobrenatural revelación.
(Carta al Arzobispo de Frisinga Tuas
libenter, 21 diciembre 1863)
N.B. Con el sistema del
racionalismo están unidos en gran parte los errores de Antonio Günter,
condenados en la carta al Cardenal Arzobispo de Colonia Eximiam tuam de 15 de
junio de 1847, y en la carta al Obispo de Breslau Dolore haud mediocri, 30 de
abril de 1860.
§ III. Indiferentismo.
Latitudinarismo
XV. Todo hombre es libre para
abrazar y profesar la religión que guiado de la luz de la razón juzgare por
verdadera.
(Letras Apostólicas Multiplices
inter, 10 junio 1851)
(Alocución Maxima quidem, 9 junio
1862)
XVI. En el culto de cualquiera
religión pueden los hombres hallar el camino de la salud eterna y conseguir la
eterna salvación.
(Encíclica Qui pluribus, 9
noviembre 1846)
(Alocución Ubi primum, 17 diciembre
1847)
Encíclica Singulari quidem, 17
Marzo 1856)
XVII. Es bien por lo menos esperar
la eterna salvación de todos aquellos que no están en la verdadera Iglesia de
Cristo.
(Alocución Singulari quadam, 9
diciembre 1854)
(Encíclica Quanto conficiamur 17
agosto 1863)
XVIII. El protestantismo no es más
que una forma diversa de la misma verdadera Religión cristiana, en la cual, lo
mismo que en la Iglesia, es posible agradar a Dios.
(Encíclica Noscitis et Nobiscum 8
diciembre 1849)
§ IV. Socialismo, Comunismo,
Sociedades secretas, Sociedades bíblicas, Sociedades clérico-liberales
Tales pestilencias han sido muchas
veces y con gravísimas sentencias reprobadas en la Encíclica Qui pluribus, 9 de
noviembre de 1846; en la Alocución Quibus quantisque, 20 de abril de 1849; en
la Encíclica Noscitis et Nobiscum, 8 de diciembre de 1849; en la Alocución
Singulari quadam, 9 de diciembre de 1854; en la Encíclica Quanto conficiamur
maerore, 10 de agosto de 1863.
§ V. Errores acerca de la Iglesia y
sus derechos
XIX. La Iglesia no es una verdadera
y perfecta sociedad, completamente libre, ni está provista de sus propios y
constantes derechos que le confirió su divino fundador, antes bien corresponde
a la potestad civil definir cuales sean los derechos de la Iglesia y los
límites dentro de los cuales pueda ejercitarlos.
(Alocución Singulari quadam, 9
diciembre 1854)
(Alocución Multis gravibusque, 17
diciembre 1860)
(Alocución Maxima quidem, 9 junio
1862)
XX. La potestad eclesiástica no
debe ejercer su autoridad sin la venia y consentimiento del gobierno civil.
(Alocución Meminit unusquisque, 30
septiembre 1861)
XXI. La Iglesia carece de la
potestad de definir dogmáticamente que la Religión de la Iglesia católica sea
únicamente la verdadera Religión.
(Letras Apostólicas Multiplices
inter, 10 junio 1851)
XXII. La obligación de los maestros
y de los escritores católicos se refiere sólo a aquellas materias que por el
juicio infalible de la Iglesia son propuestas a todos como dogma de fe para que
todos los crean.
(Carta al Arzobispo de Frisinga Tuas
libenter, 21 diciembre 1863)
XXIII. Los Romanos Pontífices y los
Concilios ecuménicos se salieron de los límites de su potestad, usurparon los
derechos de los Príncipes, y aun erraron también en definir las cosas tocantes
a la fe y a las costumbres.
(Letras Apostólicas Multiplices
inter, 10 junio 1851)
XXIV. La Iglesia no tiene la
potestad de emplear la fuerza, ni potestad ninguna temporal directa ni
indirecta.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
XXV. Fuera de la potestad inherente
al Episcopado, hay otra temporal, concedida a los Obispos expresa o tácitamente
por el poder civil, el cual puede por consiguiente revocarla cuando sea de su
agrado.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
XXVI. La Iglesia no tiene derecho
nativo legítimo de adquirir y poseer.
(Alocución Nunquam fore, 15
diciembre 1856)
(Encíclica Incredibile, 17
septiembre 1863)
XXVII. Los sagrados ministros de la
Iglesia y el Romano Pontífice deben ser enteramente excluidos de todo cuidado y
dominio de cosas temporales.
(Alocución Maxima quidem, 9 de
junio de 1862)
XXVIII. No es lícito a los Obispos,
sin licencia del Gobierno, ni siquiera promulgar las Letras apostólicas.
(Alocución Nunquam fore, 15
diciembre 1856)
XXIX. Deben ser tenidas por írritas
las gracias otorgadas por el Romano Pontífice cuando no han sido impetradas por
medio del Gobierno.
(Alocución Nunquam fore, 15 diciembre
1856)
XXX. La inmunidad de la Iglesia y
de las personas eclesiásticas trae su origen del derecho civil.
(Letras Apostólicas Multiplices
inter, 10 junio 1851)
XXXI. El fuero eclesiástico en las
causas temporales de los clérigos, ahora sean estas civiles, ahora criminales,
debe ser completamente abolido aun sin necesidad de consultar a la Sede
Apostólica, y a pesar de sus reclamaciones.
(Alocución Acerbissimum, 27
septiembre 1852)
(Alocución Nunquam fore, 15
diciembre 1856)
XXXII. La inmunidad personal, en
virtud de la cual los clérigos están libres de quintas y de los ejercicios de
la milicia, puede ser abrogada sin violar en ninguna manera el derecho natural
ni la equidad; antes el progreso civil reclama esta abrogación, singularmente
en las sociedades constituidas según la forma de más libre gobierno.
(Carta al Obispo de Monreale
Singularis Nobisque, 27 septiembre 1864)
XXXIII. No pertenece únicamente a
la potestad de jurisdicción eclesiástica dirigir en virtud de un derecho propio
y nativo la enseñanza de la Teología.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
XXXIV. La doctrina de los que
comparan al Romano Pontífice a un Príncipe libre que ejercita su acción en toda
la Iglesia, es doctrina que prevaleció en la edad media.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
XXXV. Nada impide que por sentencia
de algún Concilio general, o por obra de todos los pueblos, el sumo Pontificado
sea trasladado del Obispo romano y de Roma a otro Obispo y a otra ciudad.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
XXXVI. La definición de un Concilio
nacional no puede someterse a ningún examen, y la administración civil puede
tomarla como norma irreformable de su conducta.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
XXXVII. Pueden ser instituidas
Iglesias nacionales no sujetas a la autoridad del Romano Pontífice, y
enteramente separadas.
(Alocución Multis gravibusque, 17
diciembre 1860)
(Alocución Jamdudum cernimus, 18
marzo 1861)
XXXVIII. La conducta excesivamente
arbitraria de los Romanos Pontífices contribuyó a la división de la Iglesia en
oriental y occidental.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
§ VI. Errores tocantes a la
sociedad civil considerada en sí misma o en sus relaciones con la Iglesia
XXXIX. El Estado, como origen y
fuente de todos los derechos, goza de cierto derecho completamente ilimitado.
(Alocución Maxima quidem, 9 de
junio de 1862)
XL. La doctrina de la Iglesia
católica es contraria al bien y a los intereses de la sociedad humana.
(Encíclica Qui pluribus, 9
noviembre 1846)
(Alocución Quibus quantisque, 20
abril 1849)
XLI. Corresponde a la potestad
civil, aunque la ejercite un Señor infiel, la potestad indirecta negativa sobre
las cosas sagradas; y de aquí no sólo el derecho que dicen del Exequatur, sino
el derecho que llaman de apelación ab abusu.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
XLII. En caso de colisión entre las
leyes de una y otra potestad debe prevalecer el derecho civil.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
XLIII. La potestad secular tiene el
derecho de rescindir, declarar nulos y anular sin consentimiento de la Sede
Apostólica y aun contra sus mismas reclamaciones los tratados solemnes (por
nombre Concordatos) concluidos con la Sede Apostólica en orden al uso de los
derechos concernientes a la inmunidad eclesiástica.
(Alocución In consistoriali, 1º
noviembre 1850)
(Alocución Multis gravibusque, 17
diciembre 1860)
XLIV. La autoridad civil puede
inmiscuirse en las cosas que tocan a la Religión, costumbres y régimen
espiritual; y así puede juzgar de las instrucciones que los Pastores de la
Iglesia suelen dar para dirigir las conciencias, según lo pide su mismo cargo,
y puede asimismo hacer reglamentos para la administración de los sacramentos, y
sobre las disposiciones necesarias para recibirlos.
(Alocución In consistoriali, 1º
noviembre 1850)
(Alocución Maxima quidem, 9 de
junio de 1862)
XLV. Todo el régimen de las
escuelas públicas, en donde se forma la juventud de algún estado cristiano, a
excepción en algunos puntos de los seminarios episcopales, puede y debe ser de
la atribución de la autoridad civil; y de tal manera puede y debe ser de ella,
que en ninguna otra autoridad se reconozca el derecho de inmiscuirse en la
disciplina de las escuelas, en el régimen de los estudios, en la colación de
los grados, ni en la elección y aprobación de los maestros.
(Alocución In consistoriali, 1º
noviembre 1850)
(Alocución Quibus luctuosissimis, 5
septiembre 1851)
XLVI. Aun en los mismos seminarios
del clero depende de la autoridad civil el orden de los estudios.
(Alocución Nunquam fore, 15
diciembre 1856)
XLVII. La óptima constitución de la
sociedad civil exige que las escuelas populares, concurridas de los niños de
cualquiera clase del pueblo, y en general los institutos públicos, destinados a
la enseñanza de las letras y a otros estudios superiores, y a la educación de
la juventud, estén exentos de toda autoridad, acción moderadora e ingerencia de
la Iglesia, y que se sometan al pleno arbitrio de la autoridad civil y
política, al gusto de los gobernantes, y según la norma de las opiniones
corrientes del siglo.
(Carta al Arzobispo de Friburgo
Quum non sine, 14 julio 1864)
XLVIII. Los católicos pueden
aprobar aquella forma de educar a la juventud, que esté separada, disociada de
la fe católica y de la potestad de la Iglesia, y mire solamente a la ciencia de
las cosas naturales, y de un modo exclusivo, o por lo menos primario, los fines
de la vida civil y terrena.
(Carta al Arzobispo de Friburgo Quum
non sine, 14 julio 1864)
XLIX. La autoridad civil puede
impedir a los Obispos y a los pueblos fieles la libre y mutua comunicación con
el Romano Pontífice.
(Alocución Maxima quidem, 9 de
junio de 1862)
L. La autoridad secular tiene por
sí el derecho de presentar los Obispos, y puede exigirles que comiencen a
administrar la diócesis antes que reciban de la Santa Sede la institución
canónica y las letras apostólicas.
(Alocución Nunquam fore, 15
diciembre 1856)
LI. Más aún, el Gobierno laical
tiene el derecho de deponer a los Obispos del ejercicio del ministerio
pastoral, y no está obligado a obedecer al Romano Pontífice en las cosas
tocantes a la institución de los Obispados y de los Obispos.
(Letras Apostólicas Multiplices
inter, 10 junio 1851)
(Alocución Acerbissimum, 27
septiembre 1852)
LII. El Gobierno puede, usando de
su derecho, variar la edad prescrita por la Iglesia para la profesión
religiosa, tanto de las mujeres como de los hombres, e intimar a las
comunidades religiosas que no admitan a nadie a los votos solemnes sin su
permiso.
(Alocución Nunquam fore, 15
diciembre 1856)
LIII. Deben abrogarse las leyes que
pertenecen a la defensa del estado de las comunidades religiosas, y de sus
derechos y obligaciones; y aun el Gobierno civil puede venir en auxilio de
todos los que quieran dejar la manera de vida religiosa que hubiesen comenzado,
y romper sus votos solemnes; y puede igualmente extinguir completamente las
mismas comunidades religiosas, como asimismo las Iglesias colegiatas y los
beneficios simples, aun los de derecho de patronato, y sujetar y reivindicar
sus bienes y rentas a la administración y arbitrio de la potestad civil.
(Alocución Acerbissimum, 27
septiembre 1852)
(Alocución Probe memineritis, 22
enero 1855)
(Alocución Cum saepe, 26 julio
1855)
LIV. Los Reyes y los Príncipes no
sólo están exentos de la jurisdicción de la Iglesia, pero también son
superiores a la Iglesia en dirimir las cuestiones de jurisdicción.
(Letras Apostólicas Multiplices
inter, 10 junio 1851)
LV. Es bien que la Iglesia sea
separada del Estado y el Estado de la Iglesia.
(Alocución Acerbissimum, 27
septiembre 1852)
§ VII. Errores acerca de la moral
natural y cristiana
LVI. Las leyes de las costumbres no
necesitan de la sanción divina, y de ningún modo es preciso que las leyes
humanas se conformen con el derecho natural, o reciban de Dios su fuerza de
obligar.
(Alocución Maxima quidem, 9 junio
1862)
LVII. La ciencia de las cosas
filosóficas y de las costumbres puede y debe declinar o desviarse de la
autoridad divina y eclesiástica.
(Alocución Maxima quidem, 9 junio 1862)
LVIII. El derecho consiste en el
hecho material; y todos los deberes de los hombres son un nombre vano, y todos
los hechos humanos tienen fuerza de derecho.
(Alocución Maxima quidem, 9 junio
1862)
LIX. No se deben de reconocer más
fuerzas que las que están puestas en la materia, y toda disciplina y honestidad
de costumbres debe colocarse en acumular y aumentar por cualquier medio las
riquezas y en satisfacer las pasiones.
(Alocución Maxima quidem, 9 junio
1862)
(Encíclica Quanto conficiamur, 10
agosto 1863)
LX. La autoridad no es otra cosa
que la suma del número y de las fuerzas materiales.
(Alocución Maxima quidem, 9 junio
1862)
LXI. La afortunada injusticia del
hecho no trae ningún detrimento a la santidad del derecho.
(Alocución Jamdudum cernimus 18 marzo
1861)
LXII. Es razón proclamar y observar
el principio que llamamos de no intervención.
(Alocución Novos et ante, 28
septiembre 1860)
LXIII. Negar la obediencia a los
Príncipes legítimos, y lo que es más, rebelarse contra ellos, es cosa lícita.
(Encíclica Qui pluribus, 9
noviembre 1846)
Alocución Quisque vestrum, 4
octubre 1847)
(Encíclica Noscitis et Nobiscum, 8
diciembre 1849)
(Letras Apostólicas Cum catholica,
26 marzo 1860)
LXIV. Así la violación de cualquier
santísimo juramento, como cualquiera otra acción criminal e infame, no
solamente no es de reprobar, pero también es razón reputarla por enteramente
lícita, y alabarla sumamente cuando se hace por amor a la patria.
(Alocución Quibus quantisque, 20
abril 1849)
§ VIII. Errores sobre el matrimonio
cristiano
LXV. No se puede en ninguna manera
sufrir se diga que Cristo haya elevado el matrimonio a la dignidad de
sacramento.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
LXVI. El sacramento del matrimonio
no es sino una cosa accesoria al contrato y separable de este, y el mismo
sacramento consiste en la sola bendición nupcial.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
LXVII. El vínculo del matrimonio no
es indisoluble por derecho natural, y en varios casos puede sancionarse por la
autoridad civil el divorcio propiamente dicho.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
(Alocución Acerbissimum, 27
septiembre 1852)
LXVIII. La Iglesia no tiene la
potestad de introducir impedimentos dirimentes del matrimonio, sino a la
autoridad civil compete esta facultad, por la cual deben ser quitados los
impedimentos existentes.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
LXIX. La Iglesia comenzó en los
siglos posteriores a introducir los impedimentos dirimentes, no por derecho
propio, sino usando el que había recibido de la potestad civil.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
LXX. Los cánones tridentinos en que
se impone excomunión a los que se atrevan a negar a la Iglesia la facultad de
establecer los impedimentos dirimentes, o no son dogmáticos o han de entenderse
de esta potestad recibida.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
LXXI. La forma del Concilio
Tridentino no obliga bajo pena de nulidad en aquellos lugares donde la ley
civil prescriba otra forma y quiera que sea válido el matrimonio celebrado en
esta nueva forma.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
LXXII. Bonifacio VIII fue el
primero que aseguró que el voto de castidad emitido en la ordenación hace nulo
el matrimonio.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
LXXIII. Por virtud de contrato
meramente civil puede tener lugar entre los cristianos el verdadero matrimonio;
y es falso que, o el contrato de matrimonio entre los cristianos es siempre
sacramento, o que el contrato es nulo si se excluye el sacramento.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
(Carta de S.S. Pío IX al Rey de
Cerdeña, 9 septiembre 1852)
(Alocución Acerbissimum, 27
septiembre 1852)
(Alocución Multis gravibusque, 17
diciembre 1860)
LXXIV. Las causas matrimoniales y
los esponsales por su naturaleza pertenecen al fuero civil.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
(Alocución Acerbissimum, 27
septiembre 1852)
N.B. Aquí se pueden dar por puestos
los otros dos errores de la abolición del celibato de los clérigos, y de la
preferencia del estado de matrimonio al estado de virginidad. Ambos han sido
condenados, el primero de ellos en la Epístola Encíclica Qui pluribus, 9 de
noviembre de 1846, y el segundo en las Letras Apostólicas Multiplices inter, 10
de junio de 1851.
§ IX. Errores acerca del principado
civil del Romano Pontífice
LXXV. En punto a la compatibilidad
del reino espiritual con el temporal disputan entre sí los hijos de la
cristiana y católica Iglesia.
(Letras Apostólicas Ad Apostolicae,
22 agosto 1851)
LXXVI. La abolición del civil
imperio, que la Sede Apostólica posee, ayudaría muchísimo a la libertad y a la
prosperidad de la Iglesia.
(Alocución Quibus quantisque, 20
abril 1849)
N.B. Además de estos errores
explícitamente notados, muchos otros son implícitamente reprobados, en virtud
de la doctrina propuesta y afirmada que todos los católicos tienen obligación
de tener firmísimamente. La cual doctrina se enseña patentemente en la
Alocución Quibus quantisque, 20 de abril de 1849; en la Alocución Si semper
antea, 20 de mayo de 1850; en las Letras Apostólicas Cum catholica Ecclesia, 26
de marzo de 1860; en la Alocución Novos, 28 de septiembre de 1860; en la
Alocución Jamdudum, 18 de marzo de 1861; en la Alocución Maxima quidem, 9 de
junio de 1862.
§ X. Errores relativos al
liberalismo de nuestros días
LXXVII. En esta nuestra edad no
conviene ya que la Religión católica sea tenida como la única religión del
Estado, con exclusión de otros cualesquiera cultos.
(Alocución Nemo vestrum, 26 julio
1855)
LXXVIII. De aquí que laudablemente
se ha establecido por la ley en algunos países católicos, que a los extranjeros
que vayan allí, les sea lícito tener público ejercicio del culto propio de cada
uno.
(Alocución Acerbissimum, 27
septiembre 1852)
LXXIX. Es sin duda falso que la
libertad civil de cualquiera culto, y lo mismo la amplia facultad concedida a
todos de manifestar abiertamente y en público cualesquiera opiniones y
pensamientos, conduzca a corromper más fácilmente las costumbres y los ánimos,
y a propagar la peste del indiferentismo.
(Alocución Nunquam fore, 15
diciembre 1856)
LXXX. El Romano Pontífice puede y
debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la
moderna civilización.
(Alocución Jamdudum, 18 marzo 1861)
{Tomado de Colección de las
alocuciones consistoriales, encíclicas y demas letras apostólicas, citadas en
la Encíclica y el Syllabus del 8 de diciembre de 1864, con la traducción
castellana hecha directamente del latín, Imprenta de Tejado, a cargo de R. Ludeña,
Madrid 1865, páginas 3-52.}